He escuchado y leído muy enérgicas recomendaciones por el voto útil en estos últimos días antes de la elección presidencial. La verdad es que no soy muy conocedor ni de política ni de las pequeñas sutilezas a su rededor como para estimar en mucho mi opinión al respecto. Entiendo que el voto útil se refiere a que votar por uno de los candidatos menos probables logrará que para el probable sea mucho más difícil quedar electo, y la posibilidad claramente indeseable de que el más probable ganara hace más útil votar por un candidato menos peor. Es más, lo que de veras sirve es no dividir los votos eligiendo a «cualquiera» de los menos probables, sino más bien hay que votar por el segundo lugar en preferencia para acrecentar significativamente la dificultad para el aparente ganador.
Me parece que no hay ninguna falla en el razonamiento: si suficiente gente vota por el aparente segundo lugar, podrá convertirlo en el primero, y si el actualmente preferido es más indeseable que aquél otro, luego vale el esfuerzo por obstaculizarle el camino. «Pero –se piensa–, necesitaríamos muchísimas personas que nos ayuden con su voto útil para que se junte esa ‹suficiente gente›», y por eso se explica la gran insistencia, añadiéndole al discurso que sólo es útil el voto si se empata en un solo candidato. Esto es suficientemente obvio. Los que no me parecen tan obvios son los supuestos de estos razonamientos. Para empezar, se debe aceptar que es evidente quién de los candidatos es más indeseable que quién; en segundo lugar, que es mejor que el voto sea útil.
Es falso que sepamos con tanta seguridad cuál de los candidatos a la presidencia sería peor gobernando. Es fácil olvidar que en nuestra vida pública todo discurso de los candidatos termina siendo parte de su campaña, no del diálogo político, y con mucha dificultad conocemos su posición hacia asuntos de interés público (sus «verdaderas» intenciones y posibilidades, podría decirse). Las campañas están diseñadas para agradar lo más posible a los votantes, y esto es lo mismo que decir que las campañas funcionan con principios demagógicos, mercadotécnicos, no políticos. La confianza en que el segundo más preferido será mejor que el primero, descansa en nociones quebradizas y manipulables en las que el descontento de los ciudadanos por el gobierno actual juega un papel grandísimo y difícil de tener en perspectiva. En nuestro estado fácilmente se caldean los ánimos, y el que mejor se aproveche del sentimiento logra más allegados a su supuesta causa. Las «propuestas» terminan siendo más bien estrategias para recaudar votantes y lo que debería ser un ejercicio democrático termina siendo una competencia por los números. La condición de nuestras «elecciones» inclina a una carrera estadística antes que a la defensa de una posición preferible de gobierno. Me parece más cierto que nunca, que no sabemos quiénes son los candidatos, y ellos intentan lograr que esa sensación se disipe con el mayor esfuerzo posible para «ganar votos», nunca para que los conozcamos.
El segundo supuesto, que el voto tiene que ser útil, resulta para mí parte del problema. Debería llamarnos suficientemente la atención que nuestra «democracia», para empezar, no se enfoque al bien común, y para continuar, que esté virando del ya triste elegir el menor de los males, al todavía peor evitar el mayor de los males. Estoy seguro de que cuando se decide entre todos cómo combatir algún desastre es posible hacerlo democráticamente, cuando es algo inminente como una amenaza externa al Estado; pero nuestro caso es diferente. Ahora sucede que el mencionado desastre (o los cuatro desastres posibles) es uno de nosotros (y eso suponiendo que tenemos claro qué significa «nosotros»). Decir que los candidatos son males menores o mayores es lo mismo que decir que no nos representan. Si ninguno de ellos nos representa, elegir a uno de ellos no es un ejercicio democrático, sino un ardid pragmático. No debería ser que votáramos para evitar que gane el peor, debería de haber alguien considerado por nosotros como el mejor. Pero es dudoso que lo haya. El voto es, tomándolo en serio, el modo de pronunciar nuestra elección; es la afirmación de nuestra preferencia por el modo de gobernarnos. Sin embargo, es tan ajeno a la realidad y tan ingenuamente idealista decirlo así, que se nota que en el voto no hay más que resabios, si acaso, de democracia. Cuando aceptamos que nuestro voto se convierta en peso estadístico estamos accediendo a que nuestra opinión valga lo mismo que eso: paja demagógica, cemento para los escalones de los mejores compra-votos (porque el dinero, las gorras y las tortas no son los únicos medios para comprar votos).
Resta considerar la anulación del voto. Para empezar, es claro que no es útil y comúnmente se le critica por ello. Tampoco parece haber razones para recomendarlo, pues su predominio podría hacerle más mal a una democracia vulnerable. Si acaso, sólo podría decirse que mantiene la dignidad del «ejercicio democrático» que admite estar reducido a una pelea deshonesta que desmerece a un ciudadano. Los verdaderos ciudadanos pueden confiar en que es suya la elección de la forma de gobierno; el voto nulo, por otro lado, es tan sólo la afirmación de que ninguno de los representantes representa.
NOTA: Este texto fue ligeramente modificado después de su producción original, con la finalidad de hacerlo más claro.
comparto tu manera de pensar y me doy cuenta que uno no debe votar por el menos malo ni menos votar por cualquiera que este en 2º lugar para que no gane el Peor, considero que uno debería otar por alguien con el cual concuerde con sus ideales, la forma en la que pretende concretarles, expectativas de vida y ética; en fin, en mi particular punto de vista la «democracia» actual no tiene nada que ver con lo que yo considero bueno, para mi es la manera en que tienen para perpetuarse en el poder los «poderosos» sirvientes de los dueños del dinero; teniendo esto en consideración, he llegado a la conclusión de que lo mejor que puedo hacer para demostrarles mi desacuerdo y desestabilizar si sistema operativo es expropiar al boleta electoral que me brindan para escoger un presidente; es decir no ceder mi voluntad ante la de otro sino quedarme con el derecho a gobernarme a mi mismo y actuar responsablemente para con los demás
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Pablo, muchas gracias por tu comentario. Me parece que aunque compartamos la indignación por el ejercicio de elección de este 1º de Julio, tengo que disentir de tu resolución. Primero, porque es contrario a la ley maltratar o robar la boleta electoral; y segundo porque no nos corresponde en realidad ceder o no nuestra voluntad a la de otro que nos gobierne. Injustamente o justamente, ya somos gobernados, y no podemos dejar de ser parte de lo que llamas «su sistema operativo» por nuestra voluntad. «Decidir» que unos somos nosotros y otros son ellos es una ficción, tal vez irresponsable, y que no podamos gobernarnos como mejor nos parece sería una de las notas de que no somos verdaderos ciudadanos.
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