Medallones

Now, when there were none to see or hear him, he fell upon his knees on the floor,

 and, hiding his face in his hands,  wept such tears as, God send for the credit of our nature,

 few so  young may ever have cause to pour out before Him.”

CH. D.

 

O. había sido el milagro que hace no sé cuántos años no se daba en aquel hospicio de pobres (de aquéllos que ya no hay ahorita). Milagro que, como tantos, no fue celebrado y les pasó a todos de largo.  Nacido de una madre que alguna vez tuvo cara y tuvo nombre pero que se volvió polvo y humo el mismo día del milagro. De su padre, como no se sabe nada, mejor no se habla nada. Sus primeros años los dedicó al trabajo; arreaba, cargaba, levantaba y sudaba. Comía algo así como casi nada, menos los domingos, el día de Dios era día de rebanada de pan entera. Maltratado pero sin ser nada especial, como a los demás huérfanos, le tocaba golpiza si se atrevía a hablar, quejarse, llorar o siquiera pedir más. Vendido al señor de la única funeraria, aprendió de la muerte y otros displaceres. Su comida ahí, comida que era sólo una vez al día,  eran las sobras de las sobras que ni los perros se acercaban. Seguían los golpes y había más burlas. Nunca había conocido un amigo, una palabra o gesto de aliento. No conocía grandilocuentes palabras, (mal) hablaba sólo las necesarias. No sabía del amor aunque conocía bien el dolor. Sin conocer a su madre, sentía un fuego encenderse por dentro cuando sus tutores e iguales la mencionaban y se burlaban. Él sin poder extrañar algo o alguien, pues nada ni nadie bueno lo habían sorprendido a sus diez años, y nada ni nadie había sido alguna vez de él. Sin nada ni nadie tampoco que lo extrañara a él.  Sin ser cuidado, educado ni preocupado por nadie, él sabía como pocos de qué se trataba llorar. Y aquella noche, después de la golpiza que su cuerpo nunca olvidaría, con la misma hambre y con la misma sed, lloró tanto, con un llanto tan real y tan profundo, que todas las aguas, el cielo, el fuego y la tierra también lloraron con él. Lloraba todas las cosas, lloraba su hambre, a su madre, lloraba el frío y el atardecer. Lloraba porque, como había sospechado desde que aprendió de la muerte, la resignación lo buscaba, se acercaba y la oía respirando y acechando cada vez más. Estaba ella cada vez más cerca, tocando las puertas de su alma. Lloraba y, contrario a lo que le habían dicho, aunque no tuviera nada, descubría que sí tenía alma. Aquella noche, él conoció a la resignación, pero otras noches llegarían llenas de nuevos problemas, desgracias y también algunas risas. Alguna buena noche creería en la (di)solución total de todas sus desdichas, otras no tan buenas acabaría pensando que era imposible disolver o resolver y lo único que quedaba era manejar y aguantar tantas desgracias de la vida.  ¿Resignación, solución o regulación? Esas tres respuestas se le presentan a uno (y hasta a un país entero) cuando explotan los problemas. Cuál sea el mejor camino, así como O., pienso que sólo Dios sabe. Espero, más bien,  que aunque sea Dios lo sepa…

PARA APUNTARLE BIEN: Esto que leí en la semana es de Oliverio Girondo:

¿Dónde?

¿Me extravié en la fiebre?
¿Detrás de las sonrisas?
¿Entre los alfileres?
¿En la duda?
¿En el rezo?
¿En medio de la herrumbre?
¿Asomado a la angustia,
al engaño,
a lo verde?…
No estaba junto al llanto,
junto a lo despiadado,
por encima del asco,
adherido a la ausencia,
mezclado a la ceniza,
al horror,
al delirio.
No estaba con mi sombra,
no estaba con mis gestos,
más allá de las normas,
más allá del misterio,
en el fondo del sueño,
del eco,
del olvido.
No estaba.
¡Estoy seguro!
No estaba.

MISERERES: “La democracia moderna nace de la desconfianza a la naturaleza humana” dijo ayer José Antonio Crespo.  Dimes y diretes entre la izquierda quebrada y el PRI sospechoso. Nada resuelto aún. Chespirito critica al movimiento #yosoy132. Le pregunta (al movimiento) qué quiere y cuestiona su apoyo al SME. Ese apoyo, dice, es suficiente para rechazar el movimiento. También les comparto la columna de ayer de Juan Enríquez Cabot: Sabios. http://noticias.terra.com.mx/mexico/juan-enriquez-cabot-sabios,de58c92dba7d8310VgnVCM20000099cceb0aRCRD.html

Demostración

Al mostrar su ser, uno pretende hacerse mostro

Jaque mate

Érase una vez, en un país muy lejano, un rey que tenía vastas y fructíferas tierras, un ejército que resultaba más letal y eficiente que una plaga de hormigas y el dinero suficiente como para mantener holgadamente a cinco generaciones venideras, si es que algún día tenía descendencia… Ése era su más profundo y quizá hasta último deseo en la vida, por lo que sus días transcurrían con el temor de hacerse viejo pronto y jamás verlo cumplido. Cuando hubo perdido la esperanza, el monarca tuvo no uno sino dos hijos varones, a los cuales amó por igual tan pronto abrieron sus ojos. El rey nunca había sido más feliz. Sin embargo, no todo era dicha y felicidad para la nueva familia real.

Los pequeños príncipes crecieron sin su madre, pues ésta había muerto al momento de parir, y tuvieron que criarse entonces en el regazo de las distintas nodrizas de pechos turgentes que el monarca buscaba para asegurar el bienestar de sus hijos. Al poco tiempo comenzó a notarse el increíble parecido que había entre ambos hermanos, lo cual hizo imposible que la gente pudiera distinguirlos, a excepción de su padre que los conocía como la palma de su mano. Los niños crecieron sanos y fuertes, pero sobre todo con un amor incondicional entre ellos, pues al carecer de madre intuían que, en caso de que su padre faltara, sólo se tendrían a ellos mismos en este mundo. Por si esto fuera poco, sus vínculos fraternales se hicieron aún más estrechos por su calidad de gemelos. En un abrir y cerrar de ojos, los príncipes pasaron de ser unos niños para convertirse en los dignos herederos que tanto había anhelado el monarca, su padre, quien ya vivía al acecho de la muerte.

Un día la fatalidad tocó a la puerta del castillo real y el monarca cayó presa de una terrible enfermedad que lo dejaría encamado hasta el final de sus días. Llegaron médicos de todas partes del mundo para intentar curar al rey, pero todo esfuerzo resultó inútil y vano. Los gemelos, si bien ya no eran unos jóvenes imberbes, tenían miedo de tomar decisiones equivocadas respecto a su padre y a la administración de su reino, pero aún así tomaron las riendas del asunto a sabiendas de que sólo uno de los dos terminaría heredando todo el reino. Esto no causaba conflicto alguno entre los hermanos, sin embargo los enemigos del monarca veían en esta sucesión la oportunidad de arrebatarle al viejo moribundo el reino que había estado tanto tiempo entre sus manos. El monarca lo sabía y si en su momento había ansiado con tanto fervor tener descendencia había sido para tener a quien dejarle todo aquello, por lo que no iba a permitir que su reino cayera en manos ajenas. Mandó entonces llamar a su consejero principal, quien tenía el deber de escribir el legítimo testamento del rey y cuidar de que éste se llevara a cabo al pie de la letra, para revelarle un oscuro secreto que concernía a sus hijos y que había guardado por todos esos años con la esperanza de no tener que revelarlo nunca, y como ya no podía darse ese lujo, había llegado el momento de revelar la verdad.

Cansado de que la reina no pudiera darle descendencia, ideó un plan para quedarse viudo, de tal modo que buscaría a otra doncella que fuera fértil para casarse con ella y así cumplir el deseo que en su corazón habitaba. Fue entonces que la reina le anunció que estaba encinta y que pronto le daría un heredero. Aunque esto alegraba al rey como nunca antes, también significaba que debía abortar su plan, el cual ya estaba en marcha: el monarca, adelantándose unos pasos, ya había puesto su semilla en el vientre de otra mujer, una joven pueblerina a la que después llevaría como sirvienta al castillo real. Nadie sabía de su fechoría, ni siquiera la joven pueblerina, pues había cuidado hasta el último detalle para salir bien librado de ella. Fue así como el rey se hizo de dos hijos varones, los cuales tuvieron el buen tino de nacer el mismo día a la misma hora y no sólo eso, sino que demostraron ser de su sangre al dejar que sus respectivas madres murieran desangradas por el esfuerzo del parto. Bastó con mandar matar a las parteras para que el secreto quedara a salvo. De este modo, los cabos sueltos se ataban y el rey conseguía lo que siempre había querido: una descendencia.

El consejero principal, el hombre de más confianza que había tenido el monarca, escuchó la historia en completo silencio, sin interrumpirlo y cuando el rey calló, comprendió horrorizado que sus hijos no eran gemelos y que además uno de ellos era un bastardo y por tanto no tenía derecho alguno a subir al trono, por mucho que su padre lo hubiera amado igual que al otro. En ese momento, el rey palideció y su cuerpo comenzó a temblar frenéticamente, le dio un ataque que duraría no más de cinco segundos y que lo sacudiría sin piedad y con la fuerza suficiente para que en el último estertor el aliento de la vida lo abandonara, dejándolo en su lecho inerte y con el rostro desencajado. Parecía como si la enfermedad hubiera estado esperando a que el monarca confesara su culpabilidad para poderlo castigar finalmente.

No hubo tiempo para escuchar la última voluntad del rey. Sus hijos, aunque idénticos, no eran gemelos. Uno de ellos era el legítimo y el otro no era más que un bastardo, ¿pero cómo diferenciarlos si su padre era el único capaz de hacerlo? ¿Cuál de los dos tenía que subir entonces al trono? Eso sólo podía contestarlo el rey y el rey había muerto…

Hiro postal

Visiones de la dignidad

Visiones de la dignidad

Para mi amigo Cortés,

mejor que Odiseo,

por su cumpleaños.

Hace un momento,

mi madre y yo dejamos de rezar.

Entré en mi alcoba y abrí la ventana.

La noche se movió profundamente llena de soledad.

Carlos Pellicer

“¿Ni siquiera tú, que estás en el mismo suplicio, temes a Dios?” preguntó el buen ladrón. Junto a él Jesús sufría la descomposición de la carne. Lo más alto, lo más elevado, Dios mismo, se presentaba en la máxima pobreza, en el máximo dolor, en el máximo sufrimiento; Dios encarnado, el Dios pobre, el pobre Dios, era despojado de su pobreza y reducido a la descomposición de la carne. Ahí, entre ladrones; ahí, entre el dolor y la muerte; ahí, ante la más profunda crisis de la esperanza; ahí se evidenció por vez primera el más puro sentido de la dignidad. Dios se tuvo que hacer carne y someterse a la maldad humana, Dios tuvo que reducirse al torturado Jesús de la crucifixión, para que entre lo más bajo de lo bajo, entre los peores, se exhibiese la dignidad. La dignidad se exhibió pero no todos la vieron.

De un lado, el mal ladrón no vio la dignidad de Jesús y, como el nihilista contemporáneo, la negó al mundo. No pudo verla porque el mal ladrón creía, como todo el mundo romano, que la dignidad era producto del orgullo y por tanto era la garantía del dominio. No pudo verla porque pensó su existencia desde la culpabilidad de la aitia, porque vivió su vida con sentimiento trágico. Para el mal ladrón, como para el nihilista contemporáneo que tiene ojo de estercolero, la dignidad es un cuento igual a todos los demás, un cuento que sólo será probado por su capacidad de dominio.

En cambio, el buen ladrón, pudo ver la dignidad parcialmente, pues el hastío no había dominado su vida y necesitaba encontrar un sentido mínimo al dolor. El buen ladrón vio parcialmente la dignidad de Jesús en la cruz porque pensó la situación desde la justicia, esto es alejando de su vida el sentimiento trágico y viendo en la expiación de su culpa el resarcimiento de la justicia (Lucas 23:41). Para que el buen ladrón aceptase su castigo fue necesario disminuir el amor al honor y aminorar el orgullo; el buen ladrón sabe que la justicia es digna porque es buen hombre, porque se avergüenza. El mal ladrón, como el nihilista contemporáneo, es un sinvergüenza; el buen ladrón, quizá como el filósofo clásico, reconoce que hasta en lo peor se distingue lo inaceptable.

Frente a los tres crucificados, Juan, el mejor amigo de Jesús, vio plenamente la dignidad y se entregó en la Esperanza arropado por el manto de María. Contrario a los dos ladrones, la dignidad que vio Juan es la única que salva, pues la dignidad se pierde en la pesada culpa del mal ladrón y la vergüenza del buen ladrón no tiene a dónde ir, mientras que en el amigo que consuela a la madre del crucificado nace el arrepentimiento. Desde que ese joven murió torturado en la cruz flanqueado por dos ladrones, la dignidad vino de la humildad y arrancó a la humillación el triunfo del orgullo.

Námaste Heptákis

Parte de guerra 2012. 5912 ejecutados al 27 de julio.

Ideas en vuelo. “La desgracia de los hombres de hoy es que nuestra piedad está absolutamente ausente de la presencia de Dios”. Javier Sicilia

Coletilla. “Es posible que [Alfonso] Reyes tenga en México pocos lectores -no olvidemos que México es un país de pocos lectores-, pero no hay ninguno que no tenga por él afecto y gratitud. El afecto se debe a que es un hombre de letras que sabe que en tiempos canallas hace falta mucha decisión para afirmar la bondad y la fraternidad. La gratitud se debe a que la obra de Alfonso Reyes encierra un arte de vivir”. Adolfo Castañón

He enviado al gobierno del Distrito Federal la propuesta de nombrar uno de los trenes de la línea 12 como “Alfonso Reyes”, si tú, lector alfonsino, quieres apoyar mi propuesta, puedes dirigirte a la página del Sistema de Transporte Colectivo y proponer el nombre del caballero de las letras mexicanas.

Harakiri

El monje se cruzó de piernas a mitad del templo, tomó una pequeña cuchilla que se encontraba frente a él y, en lugar de abrirse las entrañas como lo dicta la tradición del deshonor, se clavó la hoja en el pecho. «Se abrió un par de labios,» dijeron sus discípulos conmovidos, «para que pudiera hablar su corazón».

Gazmogno

Do Mâtra Humgarn

Después de meses de naufragio, Mífreb se adentró más de lo acostumbrado en la selva porque la lluvia había caído sólo tenuemente, y eso no bastaba para llenar sus tazones. Kérdlo y Brognamo ya habían empezado a pescar para cuando él salió a buscar más agua, así que dejó la guarida a los vacilantes cuidados de sus dos compañeros. Tenía que confiar en ellos por menos que le gustara.

Entre el chirriante concierto de sapos y grillos y los cantos altos de las aves multicoloras, alcanzó a escuchar el correr de agua. Sonriendo se acercó a un riachuelo que la noche debía haber nutrido y de cuyas aguas se saciarían y refrescarían ahora los hombres. Sin embargo, apartó dos grandes hojas de palma como puertas de taberna para revelar algo impactante: detrás del riachuelo se erguía una choza. Al acercarse para corroborar su descubrimiento, Mífreb advirtió la extensa edad de los amarres en la madera y los signos del tiempo que, como decía su abuelo, volcaba sobre todas las cosas su fiera venganza. Esta casuca había sido construida mucho antes de que su galera se astillara con los filosos dientes de la costa en la tormenta de hace meses.

Quiso volver para avisar a sus compañeros, pero la puerta comenzó a correrse con sigilo tímido. Del sombrío interior salió un hombre viejo, moreno, con la piel dura como el cayo y con una mirada líquida como de ojos negros, más bien femeninos. Le dijo en palabras crujientes algo a Mífreb, pero el lenguaje era distinto al suyo, y no pudo relacionar ese timbre extravagante con ninguna región que hubiera conocido en sus años de navegaciones y piratería. Parecía una bienvenida, a juzgar por la amplia sonrisa que reveló algunos dientes (sólo algunos).

El invitado pasó a la choza impresionado por su encuentro. ¿Cómo este eremita no había nunca visitado su lugar en la isla, estando relativamente tan cercano? Tendría que haberlos escuchado cuando menos una vez al salir a cazar o recolectar. ¿Por qué no se había sorprendido con su presencia como él lo había hecho? No podía responderse ninguna de estas interrogantes, y entonces se comenzó a cuestionar la utilidad de haber entrado con él a la precaria construcción. En canastos rellenos de palma y hojas secas se sentaron ambos, y el anciano tocó su pecho diciendo con orgullo “Gremáionmeth, Gremáionmeth”, después de lo que añadió gentilmente: “Grem”, para facilitar al extraño la pronunciación del foráneo nombre. “Grem –repitió Mífreb–, muchas gracias. Yo soy Míf”. Lo último lo dijo muy lentamente y tocando su pecho emulando el modo de presentarse del viejo.

Primero le pareció que no había mucho más que pudieran hacer, en ese incómodo silencio de la incomunicación, pero pronto Mífreb tenía ya en sus manos un pocillo con un caldo sabrosísimo, y Grem mostraba uno a uno los ingredientes con los que lo había preparado. Después de unos minutos, el ex-marinero estaba ya preguntando con señales de su dedo por la función de varias herramientas que le parecían extrañas, y con mímica el anciano iba mostrándole una a una sus funciones y finalidades. Le preguntó por las pieles en el suelo, y Grem señaló una manta grande en la que estaban tejidas las siluetas de grandes mamíferos (que Mífreb deseó nunca conocer). Finalmente, después de la instructiva tarde, una cosa más llamó su atención. Una puerta pequeña de madera delgada en el fondo de la choza parecía encerrar un cuarto aparte, una bodega por ejemplo, o una letrina cubierta (¿aunque quién tendría pudor en estas tierras?), y algo impresionantemente llamativo envolvía su extraño escondite en el rincón que hizo preguntarse a Mífreb cómo pudo haberla obviado todo el tiempo que estuvo disponible a su vista. Era obscura, pero a los lados dos antorchas hechizas en canastillas protectoras alumbraban su superficie, y unos extraños caracteres que jamás había visto la bordeaban completa. En cuanto volteó a verla su invitado, el amable anciano sonrió con complacencia.

“Do Mâtra Humgarn”, dijo con la voz potente de la base del esófago. Y se aprestó a tomar de una caja llena de triques (y paliques) un rollo de pergamino. Lo extendió en el suelo y con piedras en sus extremos lo mantuvo. Era una imagen pirograbada en el paño con una leyenda en su parte más baja que, efectivamente, decía «Do Mâtra Humgarn», o eso pensó el viajero al hacer un esfuerzo por imaginar el significado de los raros caracteres. El dibujo representaba un hombre caminando sobre una recta horizontal, y a la mitad de la línea un segundo hombre hacía lo mismo, sólo que éste era de la mitad de tamaño; delante del segundo hombre aún un tercero seguía caminando, pero lo separaba de aquél solamente la mitad de la distancia que había entre el primero y el segundo, y su tamaño era también la mitad del anterior; así continuaba el dibujo con más hombres cada vez más chicos hasta que el trazo era tan pequeño que la punta de un triángulo se fundía al final de la línea horizontal. El anciano pudo sacarlo de su pasmo repitiendo con insistencia la extravagante frase, ahora requiriendo de su invitado que volteara los ojos hacia la extraña puerta: indicaba que ella tenía algo que ver con este pergamino. Mífreb tuvo al instante una urgencia incontenible por resolver ese extraño acertijo del destino, que parecía haberlo llevado a encontrar al ermitaño con el único objeto de abrir esa provocadora puerta y revelar lo que le ocultaba. El jalón era inminente. Se levantó casi saltando, y se acercó al rincón buscando casi sin esperar la aprobación de su anfitrión –que rió con un dejo de complicidad que Mífreb no notó. Por fin tomó por un borde la placa de madera. Inexplicablemente, su tacto era suave, más parecido al de una fruta que al tronco de su árbol. La empujó y una brisa delicada con olor a mar sobó su faz obligándolo a respirar hondo para sentirla con debida satisfacción. El fondo, sin embargo, era completamente obscuro. ¿Llevaba esta puerta a un túnel, a una cueva? ¿A dónde?

La puerta se cerró tras él, pero no tuvo miedo, porque al avanzar sintió que estaba cerca de llegar al final de ese extraño cuarto y que en su muro hallaría la respuesta al enigma. Con cada paso pensaba que faltaba menos por llegar, y más era su ímpetu por no detenerse nunca, y aún así, inexplicablemente, latía en lo profundo de su alma la sospecha de que cada instante estaba más lejos que nunca. Kérdlo y Brognamo no volvieron a saber de su amigo, ni encontraron nunca la choza del extraño anciano, pero éste se divertía de vez en cuando observando la imagen andante de Mífreb, que podía apreciarse en cada una de las figuras representadas en el pergamino «Del Eterno Sendero».

Lamentos de un cobarde

No es agradable redescubrir su presencia, pues el dolor casi siempre está detrás de ese redescubrimiento. Me cuentan, quienes de ello saben, que la primera vez que aparecen ante uno, lo que ilumina la mirada es la sorpresa, y el deseo de entender cómo son ocupa poco a poco todo el tiempo del que se dispone.

No recuerdo muchas cosas, entre las cuales está tan importante encuentro con aquello que me fue acompañando desde el principio para que ahora sea lo que soy. Lo peor del caso es que no recordar eso me impidió valorar lo que tenía. Extraño la paz perdida en aras de un impulso, y lo que la hace más entrañable es que de regresar no será la misma, será una paz manchada por la sangre. Sangre quizá borrada de algunas partes gracias a la presencia del perdón, más notoria en otras por la ausencia del mismo, o por una presencia fingida.

Hoy recuerdo que tuve manos, así como recuerdo que tuve paz, ambas perdidas en el seno de una trinchera a la que me lanzó un enojo, impulso desesperado ante la imposibilidad de cumplir inmediatamente un capricho. Quisiera que el dolor y la sangre no tuvieran que estar presentes para recordarme lo que perdí, y menos para decirme que me llevé las manos de muchos entre la llamarada de un deseo que no me satisface para nada, que era momentáneo.

Tuve manos y tuve paz así como tuve la posibilidad de no dejarme llevar por un antojo que ni siquiera apuntaba a lo mejor, ahora ya es tarde y cual cobarde me lamento de no haber pensado antes de acabar desangrándome en esta trinchera a la que me lanzó el olvido de lo bueno.

Maigo.