Real, tirana, divina… indiferencia

“Te vi sin que me vieras,

te hablé sin que me oyeras

y toda mi amargura

se ahogó dentro de mí.”

Pedro Infante

Por fin había llegado el día. Esperé muchos y largos años para estar a su altura, tantos que hace tiempo que había perdido la cuenta de ellos; para estar listo y poderle ofrecer todo lo que una belleza como ella merecía. Estaba ansioso, pero mi alma era una fuente de dicha y alegría. ¡Finalmente estaríamos juntos! Sólo ella y yo; lo demás ya no importaba, el mundo podía irse al diablo si quería porque yo tenía el mío propio: ella. Tan pronto la viera, le haría saber que ella era la niña de mis ojos y que yo la cuidaría como nadie en el universo entero podría hacerlo, porque mi amor por ella era tan infinito como el espacio que hay en él.

Todo era nuevo para mí, salvo el punto de reunión. Ahí la había visto año con año, tan hermosa cada ocasión que con sólo divisarla me daba un vuelco el corazón. Nunca me había atrevido a tocarla, pues temía que al contacto con mis manos su belleza se viera empañada. Me contentaba simplemente con admirarla; después de todo, me decía, algún día ella sería mía y de nadie más. Pero ni todo ese tiempo de espera ni tantas ocasiones de verla habrían de prepararme para ese momento: ella lucía extraordinariamente hermosa, insoportablemente bella, como toda una diosa o una visión milagrosa.

Recordé entonces cuando la vi por primera vez. Se abría plaza en aquel salón como toda una reina: siempre elegante, con sus vestiduras de oro que cubrían su cuerpo por entero, sus retoques de azahares y rosas blancas que la adornaban por doquier, su aire soberbio y engreído… Todo su ser llamaba mi atención y la de todo aquel que tuviera la fortuna, o quizá la desdicha, de cruzarse con ella. Y mientras yo esperaba hasta estar listo, muchos otros la acechaban, le dedicaban miradas y le susurraban palabras que yo jamás me hubiera atrevido a pronunciar. Entonces sentía bullir mi sangre de coraje, ¡cómo osaban esos canallas a dirigirse de ese modo a ella, mi dulce amada! No conformes con ello, había quienes se atrevían a tocarla, a mancillar su cuerpo áureo; lo peor era ver que mi amada se dejaba engatusar por el roce de éste o las palabras de aquél, dejándose caer entonces rendida entre sus manos, abriendo para ellos su alma inmaculada, volviendo mis peores pesadillas realidades.

Sí, el tiempo pasaba y las cosas seguían igual: ella tan hermosa y admirada por todos y yo tan insignificante e ignorado por ella. Pero ese día sería diferente, se daría cuenta de mi existencia y entonces sería yo el afortunado, quien la tendría caída entre sus manos, a quien le abriría su alma y le compartiría los secretos que guardaba dentro. Me acerqué con timidez hasta donde se encontraba y una vez que la tuve frente a mí, le ofrendé mi corazón y todo mi ser: eran suyos hasta el fin de mis días para cuidarla y amarla como ella merecía, sólo pedía una oportunidad, una sola y no querría irse jamás de mi lado…

Mis ilusiones se quebraron cuando me di cuenta de que ninguna respuesta llegaría jamás para mí, pues una vez más me había ignorado. Ella se mostraba indiferente ante mi ofrenda y yo me quedé inmóvil, frente a ella, sin saber qué hacer o decir. En un instante, llegó uno de esos canallas y sin pedir permiso alguno, la tomó y se la llevó aparte y ella no dijo nada: simplemente accedió de buena gana. Apenas se perdieron de mi vista, comencé a temblar con frenesí, sentí una capa de sudor frío cubriendo mi frente y mi espalda y mi mirada se tornó ciega de ira. ¡Diosa tirana! ¡Conque así lo quería: a la fuerza, a la mala! Si para tenerla había que ser un canalla, entonces así sería.

Esperé, impaciente y febril, a que cayera la noche. Había estado al pendiente de su regreso y cuando el granuja se hubo ido, esperé un poco más para asegurarme de que sólo nos encontrábamos ella y yo en aquel salón. Enseguida, y sin que ella sospechara nada ni me viera siquiera, la envolví entre mis brazos y eché a correr con ella entre las manos. Además de bella, la diosa tirana era ligera como una pluma y aunque amenazaba con zafarse, mi abrazo era firme y seguro. Hallé el camino a mi lugar de destino y en cuanto llegué, la liberé cual si fuera una paloma. No podía escapar, me había asegurado de ello, pero ni siquiera hizo el intento: seguía mostrándose impasible, lo que me hizo montar en una cólera bestial.

¡Aun así me seguía ignorando! Lo que hace unos momentos había sido amor y devoción, a los siguientes se convirtió en un odio sin tregua. La tomé por la fuerza y no tuve piedad: comencé a manosearla con una premura violenta y cada manotazo que daba era para despojarla de sus ropajes, los cuales caían desgarrados en el suelo. La acariciaba con rabia y la miraba con el desprecio que ella misma me había dirigido. La maldecía una y otra vez mientras le quitaba los adornos de flores y el veneno destilaba por la saliva que emanaba de mi boca, salpicándola a ella. De un empujón, la aventé al suelo donde cayó sin emitir queja alguna, sin hacer muecas, sin intentar levantarse o defenderse siquiera. Tampoco buscó cubrir su cuerpo con las vestiduras doradas que rotas yacían a su lado. Nada, absolutamente nada…

De pronto, un sollozo rompió el silencio en el que nos habíamos hundido. Sonreí triunfante y con malicia porque al fin había conseguido provocarle algo a su majestad. No obstante, enseguida sentí en los labios la sal de mis lágrimas derramadas. El llanto no provenía de la tirana, sino de mis ojos malditos, de mi alma iracunda. Apreté los puños y pegué la media vuelta sin preocuparme más por ella.

La cajita de madera, a la que tanto había querido y adorado, sin sus vestiduras de oro ni sus adornos florales, era como otra caja cualquiera…

Hiro postal