Comercio de Sal

En sus periódicos viajes, Higarbo había recopilado poco a poco, en una colección preciosa al ojo personal y despreciable al ajeno, una cuantiosa multitud de objetos diminutos que azuzaban sus recuerdos. Cada piedra, anillo, colguije, o pieza de metal que guardaba era como un lazo anudado a la punta de algún instante perdido, y considerarlos aún en su minúscula presencia atraía de un jalón sensible, como el del pelo en el lomo de un gato, vivencias ausentes que resucitaban la fuerza de sus colores, la nitidez de sus olores, la claridad de sus voces, la seguridad de sus texturas, la profundidad de sus sabores. Para él cada bagatela era un catalejo con el lente externo inmerso en la añoranza. Y para recolectarlas no necesitaba ningún criterio demasiado rijoso: sólo esperaba algún placer que pudiera venirle del recuerdo, aún de las experiencias agrias y penosas. Tenía el gancho roto de la ballesta que reventó bajo los pies de sus aliados la noche en que arrasaron Catarema; tenía el arete que la bailarina del Pozo de Risas le había dado como prenda de su futuro encuentro secreto, que nunca sucedió; tenía también una uña vieja que perteneció a un difunto amigo, cuya mano lo salvó una vez de caer sin esperanza en un hondo cenote; y tenía decenas de otras raras baratijas, que siendo inútiles eran de todas formas carísimas. A todas partes las cargaba en su repleto cofrecillo tallado por los lados con dos sirenas, y así lo había estado haciendo por doce años.

La antigua Ciudad de Findesenda había esperado a los viajeros por varios meses con una ansiedad temblorosa. Necesitaban cada nuevo retorno porque respirando el humo del comercio la urbe se extasiaba y sus voces alteradas ofrecían y revendían en arrebatos momentáneos de un luminoso placer todo lo nuevo y exótico. El rumor se engrosaba: la ciudad se hacía rica y sus habitantes más renombrados; pero Higarbo no reconocía ya a sus vecinos porque su vida ahora dependía de viajar, de ir a la aventura que con cada vez más fuerza lo lanzaba lejos del ajetreo sedentario de sus conciudadanos. Los entendía menos, sabía menos de sus vidas, reconocía a pocos de sus niños. Hacía doce años cuando empezaba su carrera de comerciante, así como por las mañanas se conversa mientras una familia en concordia se prepara para la jornada, así podía platicar sonriente con cualquiera en el muelle y las calles. Pero poco a poco ese sentimiento de enajenación se había acrecentado hasta hacerse consciente. Alguna vez, ahora lo recordaba, Higarbo había podido acercarse a un anciano curioso a enseñarle algunos de los especímenes de la colección en su cofre, relatándole sobre el día del escape de las húmedas catacumbas de Gran Cañada; al final de la tarde un grupo familiar se había reunido en torno suyo a incrementar el cuento con grandes anécdotas y pronto la noche encontró a varias docenas de contentos escuchas y cuentacuentos, riendo, bebiendo y platicando en paz. Esa velada había sido tan agradable para Higarbo que ganó ella misma una posición en el cofre: el clavo de uno de los bancos que habían usado para posarse y que con maña suficiente pudo zafar.

Por un tiempo, Higarbo había pensado que su espíritu, apartado cada vez más de los suyos, se había secado. La idea lo entristecía. Pensó que las personas de Findesenda no lo reconocían ya, y que con el gradual endurecimiento que habían obrado las leguas sobre él, la ciudad ahora también lo trataba con frialdad e indiferencia. Llegó a pensar incluso que miraba cada vez menos sonrisas a su paso porque el pueblo estaba cobrándole su ausencia. Pero se equivocaba, la ciudad también estaba cambiando. Por fin, un día de Cielo verdoso Higarbo llegó de uno de sus más exitosos viajes, con la efervescente bienvenida de los murmullos indefinidos y el alarido indistinguible rodeándolo, y con su cofre asido por los lados con sus callosas manos. Pasó por entre la multitud, notando que ninguno de los gritos se dirigía específicamente a ninguno de los gritones. Vio a un hombre joven cuidándose de que nadie lo mirara con detenimiento, haciéndose pequeño, escondiendo las manos y bajando la mirada; y entonces comprendió su error. ¿Había corroído la sal los huesos de su pueblo? Abrió el cofre, un poco lejos del puerto, y tomó desde el fondo el clavo oxidado. Al mirarlo, sintió una pena insostenible que no quiso creer y se sentó en el suelo mojado. Hacia él se dirigía una señora de rostro ajado con una bolsa vacía. Cuando se levantó y sus miradas se cruzaron, sonriente y de voz sostenida Higarbo pronunció “buenas tardes”. La mujer se siguió de largo. Esa noche la negrura del mar devoró el cofre de las dos sirenas y sus corrientes sin tiempo escondieron para siempre todos sus tesoros.