Ésta era una niña que un día hizo a su padre saber que su deseo era estudiar biología cuando creciera, pues le encantaban «los animales, las plantas, y todos los seres vivos». El hombre, al imaginarse las razones por las que que su hija querría ser bióloga, le dijo: “si quieres, puedo llevarte a que aprendas un poco sobre vida”, y después de eso organizó que hicieran un viaje a Oaxaca, a admirar el Árbol del Tule. Pudo haber explicado a su hija detalles sobre el ahuehuete, o más generalmente, sobre botánica, pero en cambio permaneció todo el camino platicando de otras cosas. La niña no estaba pensando ya en lo que estudiaría cuando fuera mayor, hasta que llegaron a la iglesia de Santa María del Tule. Con la boca abierta y los ojos pelados, con la expresión sin escrúpulos que tienen los niños, la pequeña se plantó frente al inmenso tronco y exhaló su admiración. “¿Qué tan alto es?”, preguntó primero. Luego quiso saber quién lo plantó y si daba o no fruto. Por último, preguntó a su padre qué tan viejo era. “Nadie sabe bien –dijo él–, pero estiman que tiene más de dos mil años. Probablemente Jesús no había nacido cuando lo plantaron.” La niña trató de entender la cantidad, que para ella era lo mismo que la distancia de aquí a Saturno o que el total de cabellos en su cabeza. Después de un momento que estuvo en silencio, recordando que su padre había mencionado que la traería a ver a este coloso para «aprender sobre la vida», inclinó la cabeza por el peso de una grave duda. “Papá, ¿cómo puede estar vivo algo que tiene más de dos mil años? ¿No se hace viejito?” Su padre, sonriendo, le respondió: “pero, mi amor, no te traje para que aprendieras sobre la vida del árbol, sino para que aprendieras sobre la tuya.” La niña no dijo más sobre el árbol esa tarde. Muchos años después, siendo ya una mujer, aún recordaba con cariño ese episodio de su vida, aquél día en que su padre la disuadió de estudiar biología.