Del grito y el silencio.

Se acerca el 15 de septiembre, y no se puede dejar de notar, en la calle casi todos los habitantes de por aquí cambian la decoración de sus casas, éstas dejan de ser lo que casi siempre son para convertirse en receptáculos de banderas tricolores, de guirnaldas de plástico y escudos del mismo material. Todos esos adornos, acabarán pasados unos días, o quizá unos años, dependiendo del deseo de no gastar en el año siguiente, en la basura o en el olvido.

Pero, no sólo cambia el exterior de las casas, también cambia el interior de los estómagos que en ellas habitan, no falta quien considere de suma importancia y quizá hasta vital el consumo de tequila, o bien el de comida sumamente picosa o muy condimentada. Curiosos alimentos y bebida, que pasados esos días son considerados como impropios de gente bien educada en lo que es comer o beber.

Todo esto me hace pensar por unos minutos, que no muchos, en el patriotismo de quien así se muestra ante el mundo como perteneciente a una nación, de la quizá atinadamente alguien dice que grita un día para pasar el resto del año en silencio. Silencio extraño que va acumulando en la garganta la fuerza del próximo grito, y del que no podemos saber si es el silencio del estulto que sabe que es mejor no decir nada, o es el silencio reflexivo del sabio, quien no habla más que cuando tiene algo que decir.

Con ese año silente que se renueva tras un grito, a veces gustoso y la mayor parte del tiempo adolorido, es muy difícil percatarse de los sentimientos de quien calla. A menos que veamos en los actos propios y ajenos aquello que los motiva, y esto con la esperanza de que dichos actos no sean un engañoso disfraz, capaz de presentar como mártir a quien es un peligro y, de mostrar como seres peligrosos y disidentes a todos aquéllos que buscan obtener paz y dignidad una vez que lo han perdido todo.

Si lo que se supone que motiva un festejo es el sentimiento de pertenencia y de unidad, más difícil resulta la interpretación de lo que ocurre el 15 de septiembre, pues los celebrantes no confían en la palabra, porque ésta no se muestra más que en un grito uniforme, que si bien parece compartido se limita a la individualidad del gritante, y los actos que pudieran interpretarse como buenos, malos, o patrióticos siquiera, dejan de ser confiables en tanto que dejamos de confiar en aquél que grita o en el que calla en medio de los atronadores gritos que no dicen nada.

Maigo.