Mis paredes se doblegan ante tu inminente salida,
sólo los locos esperan con ansias tu llegada
sólo los insolentes elogian tus movimientos involuntarios;
y yo ahogo mis gritos de dolor mientras escucho y siento.
Maigo.
"Una docena de años viendo cómo se parten por docenas otras cosas en el mundo"
Mis paredes se doblegan ante tu inminente salida,
sólo los locos esperan con ansias tu llegada
sólo los insolentes elogian tus movimientos involuntarios;
y yo ahogo mis gritos de dolor mientras escucho y siento.
Maigo.
A Ireneo Funes
So sad, so strange, the days that are no more
Alfred, Lord Tennyson
Aquella noche vinieron tres caballos. Dos eran enormes, percherones. Creo que eran cafés. El otro era blanco y pequeño, como los de carreras. Creo que ninguno tenía nombre, o será que ya los olvidé. Pero el blanco tenía los ojos de él, negros, profundos, soldados de un secreto que nunca sabré. Eso lo recuerdo bien. El fondo era amarillo. Luego la noche se fue. En la mañana me prometí, me demandé, recordarlo todo. Recuerdo, claramente, muy poco. Quizá fue culpa de aquella noche; como todas, aunque amarilla, estuvo llena de neblina. Ojalá la culpa fuera toda de ella, de la noche, de mi sueño. Es una grosera, pero ya me acostumbré. La verdad, la memoria y el recuerdo nunca han sido mis grandes amigos. Mucho tiempo detesté al olvido; siempre llegaba cuando yo no quería, siempre se iba cuando yo lo esperaba. Testarudo como yo. Pero ahora intento no pensar tan en blanco y negro. Quizá como dicen, la meta es y estamos hechos para el olvido. Quizá, como dice mi mamá, no puedo quererlo ni tenerlo todo. No puedo querer ser como algo divino. No puedo elegir qué recordar ni cuándo olvidar. Quería, a veces todavía quiero, pero ahora sé que no debo. Sería todo tan claro de recordarlo todo; recordaría los nombres de aquellos caballos. Nunca tendría miedo de olvidar esos ojos. Recordaría cada color, cada olor y cada sabor. Cada mirada y cada cara. No tendría que leer cada libro más que una vez; recordaría –aunque no sé si comprendería- cada soneto, cada versículo, autor y palabra. Recordaría el francés, el alemán y el japonés. Podría, como tú, recordar cada árbol y cada hombre, reconstruir todos mis sueños y entresueños… Pero como no se puede todo, seguramente, recordaría todo lo malo también; cada lágrima, muerte y despedida. Pensándolo bien, de recordarlo todo, pero de veras todo; el presente se haría intolerable. Somos justo como debemos ser. Nuestra condición, por desgracia pero también por gracia, no es recordarlo todo. Siempre hay algo que nos va dejando. Pero igual algo, poco tal vez, se va quedando. Recordamos sólo lo que podemos, recordamos lo que nos mantiene sin dejar de ser. ¿Podríamos soportar recordarlo todo? ¿Podríamos con todo el pesado pasado? Apenas puedo con mi pasado cuarteado y quebrado presente. Yo no sé los grandes hombres, pero yo no podría.
PARA APUNTARLE BIEN: Haikús (de Borges):
Algo me han dicho
la tarde y la montaña.
Ya lo he perdido.
Hoy no me alegran
los almendros del huerto.
Son tu recuerdo
MISERERES: Se prevé que para el 2013 los sueldos aumenten entre 4.5 y 5%. Pero la inflación será de 3.9%. Ayer Zaid escribió una columna sobre algo respecto a la economía mexicana (que últimamente los secretarios van y presumen a otros países). Miren: http://www.letraslibres.com/blogs/articulos-recientes/narcisismo-institucional. El premio FIL 2012 será para Bryce Echenique quien ha sido acusado –y comprobado- de plagio. Muchos intelectuales se oponen a que se le otorgue el premio, otros más defienden que el premio es por su obra literaria y no periodística –o eso dijo J. Volpi. Acá algunas cosas sobre esto: http://premiofil2012.blogspot.mx/, http://www.elboomeran.com/blog/12/jorge-volpi/.
Siempre sentí que la soledad me acompañaba, que solo caminaba con la compañía de la soledad. Pero, hace poco, al preguntarme si estaba solo, fue demasiado tarde, ella me había abandonado. Cuando sentí su ausencia, fue porque ya se había ido, cuando alguien caminaba conmigo, no a mi lado. He comenzado a preguntar si estos compañeros son amigos, pero creo que es demasiado tarde, ya lo eran desde que la soledad me abandonó. Lo bueno para la soledad es que ella siempre está acompañada de alguien; lo bueno para mí es que estoy acompañado de ustedes.
Con mucho cariño, para el matrimonio Figueroa-Pérez.
“Que todas las noches sean noches de bodas,
que todas las lunas sean lunas de miel…”
Joaquín Sabina y Chavela Vargas
Encina y tilo;
Yazcan siempre así quienes
Gran amor vivan.
Hiro postal
Mucho insisten los pípilas de la tradición en defender el día de muertos a ultranza. Acongojados por el ralentí de los novedosos, muchos lanzan diatribas pseudocomunistas contra el jalogüín y el agringamiento del 2 de noviembre. Casi nadie, empero, protesta por lo grotesco de llenar las calles de calacas, hiperproducciones hiperindustrializadas del hipermercado, tan raquíticas como nuestro buen gusto y tan fachendosas como el orgullo nacional. A nombre de “todos los santos” –celebración laica del fanatismo aztequista-, nuestras calles alfombradas de ejecutados se travestirán con flores apestosas y pegajosas calaveras envueltas en el hedor proveniente de ávidos incensarios. Orondos, en cambio, los vengadores de la tradición bendicen por un día la diaria maldición de la narcoguerra. Desatino del absurdo, festejar el día de muertos en medio de la crisis nacional es celebrar nuestra desgracia; la única diferencia: el café de los velorios se disfraza de espumoso chocolate, o lo que es lo mismo, el insomnio del horror por los demasiados muertos se baña en el ensalmo de la caricaturesca épica nacional. Lo único atinado es, por cierto, la horrorosa flor de cempasúchil, flor de sombra y apestosa, quizá la única que puede florecer en nuestros días grisáceos.
Námaste Heptákis
Parte de guerra 2012. 8364 ejecutados al 26 de octubre.
Coletilla. El pasado domingo, en la edición 1877 de Proceso, Javier Sicilia publicó la siguiente carta abierta a Humberto Moreira. Rebasando el espacio regular para las coletillas, incluyo hoy la carta completa.
Querido Humberto:
Aunque no nos conocemos personalmente, el adjetivo con el que me dirijo a usted es real y debe tomarlo en su sentido más profundo: usted, Humberto, se ha convertido, bajo el peso de la desgracia que se ha adueñado de nuestro país, en un hermano más en el dolor, en alguien muy querido y muy amado en esa comunidad de los que sufren.
Cuando supe del asesinato de su hijo José Eduardo, mi corazón se quebró, como no ha dejado de quebrarse cada vez que sé del asesinato o de la desaparición de alguien; cuando lo vi por la televisión en el funeral al lado del dolor de su familia, las lágrimas inundaron mis ojos. Usted ya no era el exgobernador de Coahuila, el expresidente del PRI, el político famoso y controvertido; usted era yo, y su familia, la mía; era cada uno de los padres, madres, hermanas, hermanos e hijos que no he dejado de abrazar y me han abrazado en medio de esta tragedia sin fin; era, junto con los suyos, el rostro desolado de las víctimas: un ser humano desfigurado, reducido a una pura cosa por la imbécil desmesura de la ambición y de la fuerza que destruyó la vida de su hijo, como destruyó la del mío y la de tantos hijos e hijas de otros padres. Desde entonces no he dejado de abrazarlo, a usted y a su familia, en mi corazón.
La comunidad de las víctimas, usted lo sabe, usted lo experimenta con todo el dolor, carece de ideología. Su rostro es el de la derelicción, el de la desdicha. No encuentro otras palabras para definir ese estado que el del desarraigo de la vida, una especie de muerte atenuada que, dice Simone Weil, se hace presente en el alma por la aprehensión de un extraño y profundo malestar físico que se parece al dolor extremo pero que no es dolor, sino sufrimiento, desdicha, una especie de abandono y de desamparo total que nos hacen buscar el consuelo de los seres humanos y la justicia.
Usted, querido Humberto, al igual que yo y que otros –muy poco, por desgracia– hemos tenido consuelo y justicia. Sin embargo, hay miles que no los tienen. Una horrenda injusticia que habla de las omisiones y complicidades del Estado, que carga a sus espaldas el 95% de impunidad, hace que sólo algunos –aquellos que tenemos el privilegio absurdo de una visibilidad social– podamos acceder a ellos. Hace unos días, una víctima cuyo hijo desapareció hace un año en Nuevo León y que no halló justicia, porque nadie en el Estado ha seguido su caso como se ha seguido el de nuestros hijos, se encerró en su departamento y se dejó morir de tristeza. No le dimos el amor, la esperanza y la justicia que necesitaba. Eso, querido Humberto, no podemos ni debemos aceptarlo. La justicia y el consuelo deben ser para todos, porque todos merecemos el mismo amor, la misma justicia, la misma solidaridad. Es lo mínimo que nos debemos como seres humanos, y es lo mínimo que debemos exigirle a una sociedad y a un Estado.
Sé, sin embargo, querido Humberto, que no hay justicia ni consuelo alguno que puedan compensar la desdicha –por eso el Cristo resucitado lleva las huellas del mal en su cuerpo–, pero sé también que en esas oscuridades a las que el mal nos arrojó no podemos –a menos que aceptemos el infierno– dejar de amar y de saber que hay consuelos y justicias que les debemos a otros y que por ese amor desdichado –que es nuestro único vínculo con Dios, con nosotros mismos y con nuestros prójimos– tenemos que cumplir y hacer cumplir.
Usted y yo tenemos un hijo asesinado. Pero hay miles que claman por la justicia que se les debe a ellos y a sus hijos o padres o esposos o esposas asesinados; hay otros miles más que los tienen desaparecidos y que no encuentran siquiera la justicia de saber su paradero. No quiero comparar –a estos niveles de la desdicha no existen comparaciones–, pero los padres y las familias de los desaparecidos viven una injusticia peor. Usted y yo tenemos la respuesta completa: sabemos qué les pasó a nuestros hijos, recuperamos sus cuerpos, los honramos, los lloramos y obtuvimos justicia –en mi caso aún no plenamente; todavía faltan las sentencias–. Pero esas víctimas no saben si sus familiares viven o están muertos; si viven, dónde están y cómo están; si están muertos, qué les sucedió y dónde están sus cuerpos. Las he oído y visto clamar, aullar, gritar, luchar; las he acompañado en “la tortura de la esperanza”.
Por ese sufrimiento que nos hermana ahora, le pido que tome al lado nuestro el camino de la justicia y de la paz. Usted, en medio de su dolor, y si no deja de amar –le suplico que nunca deje de amar, de orientar su alma hacia el amor–, puede hacer mucho por esa realidad ausente que desde hace más de año y medio el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad (MPJD) se impuso construir.
Quizá no podremos hacer un México en donde no haya muertos y haya una justicia plena, pero podemos contribuir a que otros padres y otros hijos no sufran lo que usted, yo y nuestros hijos sufrimos, a que los familiares de desaparecidos recuperen a los suyos, a que la justicia se cumpla en mayor medida y la paz vuelva a la vida de la patria. El amor, querido Humberto, es el único punto que tenemos para orientarnos en medio del desastre.
Desde allí, no dejo de abrazarlo.
Javier Sicilia
Dedicado a la veci que tan sólo me dejó un cochino encendedor y unos pinches discos
¿Qué decir, qué hacer ante la partida de un amigo? ¿Cómo sostenerse en pie y dejar atrás tantos recuerdos, tanta dicha vivida?
Porque los recuerdos lo acechan a uno. Se arremolinan locos y chapotean entre sentimientos que no terminan de aclararse y tan sólo señalan el sendero de la ausencia por venir. Pero la ausencia no llega. Está, pero no llega. Aparece a ratos, pero se desvanece ante la evocación.
Es verdad que algo se muere cuando se va un amigo, pero algo perdura. Una luz pequeñita permanece constantemente prendida dentro del corazón. Luz que de a ratos se inflama y quema, calcina por la ausencia, por el vacío, por el hueco que nada puede llenar más que la presencia del amigo.
Pero otras veces reconforta, pequeña hoguera que hace de nuestro corazón un verdadero hogar, un santuario. Por eso la amistad es un milagro. Es un regalo que no se sabe cómo empieza ni cuándo se recibe; simplemente aparece, como si siempre hubiera estado ahí.
De Amigos de Gines, unas sevillanas:
I
Algo se muere en el alma
cuando un amigo se va
y va dejando una huella
que no se puede borrar
No te vayas todavia
no te vayas, por favor
no te vayas todavia
que hasta la guitarra mía
llora cuando dice adiós.
II
Un pañuelo de silencio
a la hora de partir
porque hay palabras que hieren
y no se deben decir
No te vayas todavia
no te vayas, por favor
no te vayas todavia
que hasta la guitarra mía
llora cuando dice adiós.
III
El barco se hace pequeño
cuando se aleja en el mar
y cuando se va perdiendo
que grande es la soledad
No te vayas todavia
no te vayas, por favor
no te vayas todavia
que hasta la guitarra mía
llora cuando dice adiós.
IV
Ese vacío que deja
el amigo que se va
es como un pozo sin fondo
que no se vuelve a llenar
No te vayas todavia
no te vayas, por favor
no te vayas todavia
que hasta la guitarra mía
llora cuando dice adiós.
Gazmogno
“’Estávamos tan contentos’
¿Estábamos con ve chica? ¡Mono tonto, estúpido!”
Sr. Burns
A algún sujeto se le ocurrió un día enunciar con mucha seriedad que si infinitos monos sentados ante infinitas máquinas de escribir, aporreándolas sin cesar, permanecen simiamente en su actividad por infinito tiempo, terminarán por escribir todas las obras de William Shakespeare (entre muchas, muchas otras cosas). La curiosa y chistosa idea, que supone que el infinito es una cosa actual de la que se puede hablar igual que de las cosas con magnitud, descansa en la noción de que nuestras obras artísicas son sumas de elementos pequeños que conforman, por estar unos junto a otros, las expresiones de nuestra humanidad.
Muchos han interpretado esta idea, ora burlonamente como con la máquina fabrica-sonetos de Gabriel Zaid, ora vertiginosamente como con la Biblioteca de Babel de Borges, y seguro en su origen es más vieja que esta mona versión del siglo XX. Creo que en el fondo es notorio que tomarse en serio la noción es una idiotez, pero hoy pensé en una forma quizás muy sencilla de mostrar por qué: a veces las palabras no nos bastan. Todos hemos tenido esa experiencia, y de allí salen todos los neologismos. Y cuando nos parece que sí son suficientes, pueden ser para nosotros miríadas de cosas. Al final, los límites de la máquina de escribir son insuficientes. Un soneto no es lo que es por la combinación de letras y el sentido que de esas palabras registra el diccionario, sino por nuestra experiencia de la imagen poética y su relación con la vida. Y ya, tan sencillo como eso: si necesitamos decir cosas que no sabemos cómo decir, no hay razón para suponer que nuestras palabras son antes sus letras que lo que decimos con ellas.
Pobre del señor Émile Borel (el que propuso la idea) sentado todo el día ante su máquina de escribir, y pobres de los que le siguieron la corriente construyendo los teoremas lógicos de su proposición: no sólo perdieron el tiempo tratando de decir algo tan inverosímil, sino que mientras lo hacían no se dieron cuenta de que sus esfuerzos estaban plegados a que lo que sea que dijeran valiera lo mismo que los aleatorios manotazos entintados de los monos.