Estoy casi seguro de que poquísimos (si acaso algunos) en este país piensan que el poder no es capaz de corromper a un hombre. La mayoría más bien piensa que se necesitaría una clase extraordinaria de persona para soportar los encantos del poder sin ceder a su peor y más baja clase; que buenas familias y honestas relaciones se han corroído como hierro a la intemperie en cantidades incontables; y que todo eso es de lo más natural. ¿No es sintomático del estado del país que no pongamos en duda ni siquiera un poco esta constancia malhadada del poder?
Parece que la educación que llevamos nos inclina a aceptar la corrupción como un fenómeno tan natural que podría acoplarse con el rocío y la neblina matutina o con la tormenta de relámpagos, y nadie tendría buenas razones para negar la relación. Y no sólo vemos con una insensibilidad atroz la corrupción de las personas con las que vivimos, sino que la asociación con ellas también nos parece de lo más regular: el cuate ése que checa el medidor de agua le pidió dinero al vecino para medirle menos, o el de adelante de la fila pagó por su calcomanía doble cero, o ese profesor salió de un pleito de acoso sexual con ayuda de sus contactos; y los saludamos, pasamos al lado suyo, hacemos negocio con ellos, o nosotros mismos somos ellos. Esta misma semana un sujeto me ofreció diplomas y títulos falsificados en el centro de la ciudad como si me ofreciera chicles, y se hubiera visto ridículo que me mostrara insultado. Estamos tan cansados de la violencia y la deshonestidad que la hemos aceptado con una resobada indignación que poco a poco se vuelve más bien conformismo. ¡Ahora hasta nos gustaría volver a ser “el país del no pasa nada”! Encuentro eso tristísimo. Según el sentimiento popular la vida nos ha enseñado que el mundo quita tanto que más vale estar al pendiente de cuándo puede uno mismo quitar para su provecho. ¿Y nos cuestionamos si esto es cierto? Por supuesto que no. Por eso, si uno de estos días entran a alguna página que anuncie la muerte violenta y espantosa de algún sicario del narcotráfico o de algún político corrupto (hemos aceptado que estas fórmulas son redundantes), verán que la mayoría de los comentarios tiene el tono de: “qué bueno, se lo merecía por desgraciado.”
¿Eso somos nosotros? ¿Somos los que se alegran de la muerte sanguinaria? ¿Somos los encadenados que no hacen daño por temor a las consecuencias? Cuando me han preguntado si amo mi país o no (especialmente la gente mayor en Septiembre), he pensado muchas veces con tristeza que podría decir que sí, pero que queda muy poco bueno de él, como si lo vil fuera ajeno y se estuviera introduciendo como enfermedad al pueblo que alguna vez fue sano; pero ahora me he preguntado si no es mi país el corrupto, si no es que nos han educado hacia la dureza del mundo con una barbarie que no podría amarse jamás sin ser uno un salvaje, y si no es el caso que los extranjeros somos los pocos que preferirían mil veces perdonar a alegrarse en el fondo del corazón del asesinato de un desconocido. Si un puerto es asaltado por piratas que usurpan sus casas, sus huertos, esclavizan a sus hombres y asesinan a sus gobernantes, ¿quién diría que ése sigue siendo el mismo puerto, aunque los asaltantes conservaran el nombre? ¿No es más sensible suponer que sus modos y acciones son más el pueblo que el nombre y el sitio en el que habitan? Si los nuevos dueños del lugar son sólo diez y sus esclavos trescientos, tres mil, o trescientos miles de millones, da lo mismo: la mayoría sin poder no hace a la ciudad más de lo que innumerables rectas pueden hacer un círculo. Y si quienes tienen poder para gobernar a miles son más la ciudad que los que no pueden más que acceder o quejarse amargamente en sus casas hasta que algo malo les pasa a ellos, ¿no estamos en la misma situación, más o menos? Y más espantoso si según nuestros modos el poder y su abuso son inseparables. Antes que ser mexicanos asediados por los corruptos más me parece que somos despatriados asediados por México.