Regalo del Cielo

Su señor le respondió: siervo malo y perezoso,
sabías que yo cosecho donde no sembré y recojo donde no esparcí;
debías, pues, haber entregado mi dinero a los banqueros,
y así, al volver yo, habría cobrado lo mío con los intereses.

Mateo, 25, 14 – 30

Hoy conocí a uno de los tipos más raros que he visto jamás. El señor Gustavo Tavares ha de tener unos 50 años, poco más o menos, y está completamente convencido de la existencia de Dios por una de las razones menos recurridas. En mi experiencia (seguramente muy corta), hay muchos creyentes de Dios porque están seguros de sus bendiciones y otros muchos desprovistos de fe que, por mala fortuna, han sobrellevado tragedias que los han convencido de la imposibilidad de una voluntad superior que los maltrate tanto. Este hombre, sin embargo, es de los poquitos que combinan la ferviente fe con la mala suerte: está convencido de que Dios lo mira en el Cielo porque le demostró que se decepcionó. Qué profundo parece el problema, ¿no? ¡Pues no!: Dios se decepcionó de Gustavo Tavares, cuenta él, porque no se compró en la tienda lo que Él quería, hace como treinta años.

Resulta que un día caminaba el joven Gustavo por la calle y en el suelo se encontró nada menos que $10.50, dos monedas de cinco pesos y la otra de cincuenta centavos. “¡El Cielo me lo ha mandado!”, pensó sobre su reluciente dinero, y lo tomó. Considerando lo que se compraría continuó la marcha, calculando en cuánto se cifraba cada uno de sus antojos. La gran coincidencia de ese día tiene varios pasos, y el segundo (después de las tres monedas halladas (o perdidas, depende de la perspectiva)) sólo se comprende sabiendo que todos los Lunes como aquél el camión que vendía los garrafones de agua llegaba a casa de Gustavo a eso de las 15:00; pero solamente ese día por alguna causa oculta, llegó mucho más temprano, como a las 12:00, dice el maltrecho señor Tavares. Mientras el hombre de los garrafones se encontraba con una casa sola sin nadie respondiendo al timbre, Gustavo marchaba hacia la tienda -que, dicho de paso, era espantosamente cara-. Se había decidido por fin por unas frituras que costaban eso, diez cincuenta, cuando en su camino se le cruzó la nueva y recién estrenada máquina expendedora de comida chatarra que le hacía competencia a los carérrimos tenderos (este es el tercer paso de la coincidencia), y, en sus propias palabras: “la tentación venció”. Se compró las mismas frituras que le hubieran salido en sus tres monedas gastando sólo ocho pesos. Y eso le ahorró unos buenos cinco o siete minutos, suficientes para encontrarse al del agua en su camión cuando subía por la calle sintiéndose derrotado y sin haber vendido su garrafón.

“¡Qué buena suerte!”, pensó Gustavo Tavares, pues según cuenta confundió en ese momento los designios de Dios, y supuso que la máquina expendedora le había permitido perfectamente coincidir además con el que le vendería su garrafón de agua aunque hubiera estado atípicamente tan temprano. Regresaron juntos a su casa él y el camión con la fresca agua. Y ésa fue su perdición. Compró los galones, y al cargar la pesadísima damajuana de plástico para bajarla ya en la comodidad de su hogar, se torció la espalda y cayó rodando por las escaleras y rompió su pierna y se amoló la vida, y por eso camina mal siempre y no puede cargar nada. ¿Qué tan probable era que le pasara eso? Su razonamiento entonces es éste: “Si no me encontraba el dinero, llegaba a tiempo para comprarme mi garrafón y caerme. Dios quiso salvarme. Si me encontraba el dinero y me iba a gastarlo entero, por tardarme no me compraba el agua ni me caía; pero lo hice todo mal.” Ahora, me contaba, entiende que “por algo” le había dado Dios $10.50, ni más ni menos, para comprarse sus frituras. Y que su castigo por querer guardarse un poquito fue esa tremenda caída, suma prueba de Su existencia. No sé si es suficiente o no para creer en Dios; es más, no estoy siquiera seguro de si la iglesia admitiría algo así como prueba de que existe, pues según yo no es ésa la enseñanza de la Parábola de los Talentos en el Evangelio de San Mateo, pero tampoco sé mucho de esas cosas, en realidad. Así que mejor que cada quién juzgue, pues ésa es la historia del maltrecho Gustavo Tavares.