Sólo falta acercarse a un volantero en las inmediaciones de una universidad, o a la casilla de información, o meterse a su sitio en internet, para percatarse de cuáles son las cosas que más importan para los que quieren atraer a los nuevos estudiantes a sus campus. Junten una colección de estos datos y podrán empezar a notar pequeñas, leves tendencias. Como en todo negocio, es importante saber cómo persuadir a los posibles clientes de que se conviertan en clientes de hecho, y por eso las escuelas (que nadie negará que son negocios, a mayor o menor nivel) se cuidan de que sus programas y módulos estén cundidos de lo último y más llamativo que tiene que ofrecer la educación. Su publicidad es importantísima. Es casi como tratar de vender aspiradoras presumiendo las últimas y mejores técnicas de succión por el mejor precio y el menor peso y el mayor aguante y… así, pero en una proporción. Y curiosamente, esa tendencia que he notado sobre lo que más llama la atención a los futuros estudiantes, es lo más aplicable, moderno y adaptable. Cualquier universidad que pierda de vista estos objetivos en sus programas empieza a verse junto a las otras como una señora de sombrero y traje de vestir en una fiesta de noche de jovencitas.
La línea de pensamiento parece ser ésta: lo que uno aprenderá debe de poder ser usado para algo en un futuro, porque si no rinde frutos que puedan cosecharse entonces la inversión en la educación probará haber sido un error craso; tiene que ser moderno porque, como dicen las cartas que el rector de la UNAM da a los que recogen sus títulos, el profesionista responsable debe de poder «actualizarse» constantemente para estar siempre enterado de los más últimos y apantallantes métodos y técnicas que se involucran en sus artes, debe de confiar en el progreso de su ciencia; y tiene que adaptarse a un mundo que cambia con tanta facilidad que ni es garantizable que un mismo programa de estudios de cuatro años sirva de igual forma desde que se comienza hasta cuando se le termine de cursar. Es curioso que sea así, digo, porque aunque me parece perfectamente comprensible que la naturaleza misma del negocio tiende hacia estas características en sus productos, y el mercado nunca ha sido diferente (tengamos computadoras y tabletas o tengamos pinzas, prensas y serruchos), la educación supondría -me imagino ingenuamente- como finalidad última conocer algo. ¿Y no es un poco contradictorio conocer lo que nunca deja de moverse, y crecer, y cambiar, y lo que antes valiendo la pena, hoy es ridículo de mirar siquiera?
Los talleres que enseñan oficios, y que los han enseñado desde tiempos remotísimos, nunca han pretendido ser legado de conocimiento más profundo que el de la técnica, y no creo que eso tenga algo de despreciable. Pero ahora las universidades parecen quitarles su prestigio (pues un carpintero no es para nada brillo de la sociedad como lo es un administrador de empresas), y ofrecer lo mismo con inversiones monstruosamente más grandes y pretensiones escaladísimas. ¿Y entonces qué ha pasado con las pretensiones de las que antes eran escuelas? ¿Las que sí querían enseñar algo que no fuera a cambiar cuando sacaran el nuevo modelo de teléfono celular o cuando desentrañaran el genoma humano? ¿Es que las técnicas ya probaron que este tipo de conocimiento era fantástico, cándido y puro cuento? ¿O nada más se nos está olvidando, poquito a poquito?