Nunca había perdido ninguno de sus sombreros, pero esta vez ya no le importaba. Algún vagabundo felizmente podría reclamarlo si el fango no lo había devorado después de la tromba, dejándolo inútil. Un sombrero era poca cosa, y eso hubiera pensado él de prestarle atención. Corría y corría por las calles húmedas sin pensar en que el agua podría arruinarle también el saco, mucho menos en que el frío entrometiéndose en sus huesos invitaría el resfrío. Los zapatos valían ya muy poco dentro de los charcos salpicando perladas gotas que habían estado acostumbradas a caer desde mucho más lejos, y en fin, el reloj de plata no marcaría nada además de una sola fausta hora, después de haberse empapado; pero nada de eso era en absoluto importante. Lo único que se lo parecía era que había visto esa silueta recargada en una esquina del Café Gato Montés, con su abrigo añil que le cubría hasta arriba de las espinillas, y que dejaba notar esas figuras que tenían que ser de botas, quién sabía de qué color. La había visto allí, resguardada de la nitidez por las fuertes luces cerca de él y la sombra lejana en la que ella se escondía, su cabello castaño obscuro ondeando por el viento antes de pesar con el baño involuntario. Él estaba seguro de cómo olería, aún entre la lluvia y la distancia.
Por eso la había estado siguiendo por esquinas y callejones en esta nueva ciudad, porque sólo el Cielo sabría cómo había sido que ella también terminara mudándose aquí donde las calles tienen nombres de flores que nadie ha visto nunca. Todos estos años tristes que él había intentado estar completo estaban ahora encaramados a sus piernas, haciendo del trayecto tan difícil como si se arrastrara entre zarzales, pero ¿qué eran las espinas para él sino nuevas caricias que nunca solicitó, de las que ya tenía bastante experiencia? Podría haber tenido las piernas rotas, y con todo, el jalón hacia la añorada voz leve que recordaba con precisión no sería menos fuerte. Continuó hasta que ella se metió a un edificio de ladrillo rojo con una capotita cubriendo el porche de la caída del agua. Supo que tenía que entrar, aunque fuera tarde, aunque fuera aquí en este lugar de donde no sabía nada.
Agitó su cabeza para revolver el cabello salpicante y con un jadeo por haber corrido escaleras arriba recargó sus manos en la baranda, mientras ella escapaba visiblemente preocupada: ya sabía que era él, ya sabía que la había encontrado, ya sabía que el destino, más fuerte que la voluntad humana, los había reunido. Por entonces ya no era la luz de las calles con sus postes eléctricos la que le coloreaba la piel tersa, era un foco intermitente que sonaba como zancudo, y el resto era respiraciones y exhalaciones que se confundían en la forzada travesía. Él quería verla aunque fuera una sola vez más, iluminada por ese infortunado estrobo. Gritó su nombre, como última cosa que hiciera con sus fuerzas. Ella volteó. Cuando él miró su rostro se desplomó sentado en el suelo y no se movió más: entre su llanto alcanzó a mirar en sus ojos que estaba equivocado, no era ella.