Calificamos de obscura a la edad en que todo lo iluminó la fe, sin percatamos de que nuestras luces dependen de un limitado artificio. Anoche muchos mexicanos acudieron al cerro del Tepeyac a entonar uno de los himnos más conocidos por todos, las mañanitas que cantaba el rey David, seguido del no tan conocido pero sí parodiado himno guadalupano; otros tantos se desvelaron para ver ese suceso desde la comodidad de sus sillones y sin sentir las inclemencias del frío y el cansancio que supone la caminata en una peregrinación.
Si los que fueron al cerro o los que se quedaron en casa televisando a los que fueron al cerro tienen fe o no, es algo que no sé. Lo que sí sé es que a alguna persona se le ocurrió que no bastaba con la presencia del ícono entorno al cual se cantaba, pues tal parece que ya es una imagen emblemática pero vieja y poco adecuada a la luminosidad de nuestros tiempos. Ante la falta de espectacularidad que supone la presencia de un milagro viejo, y nada espectacular, se volvió parte del festejo la proyección de luces y la emisión de sonidos estridentes que representaran a lo que ya representaba el no tan visible y pequeño ícono que se encuentra en el fondo del que puede ser considerado por los amantes de las cosas monstruosas y espectaculares como un pequeño e insignificante templo.
La presencia de algo que ilumine al milagro muestra sin duda que El milagro ha dejado de ser lo que es, pues ya no maravilla por sí mismo como para que ocurra el verdadero hecho milagroso, el cual no consiste en la aparición de una imagen, sino en el nacimiento de una fe que es independiente de iluminación alguna, tal como se supone que es la fe en la guadalupana.
Maigo.