“Es que ya no sé qué hacer, papá –se quejaba desconsolado el padre de Bocelarto–, ya no sé qué hacer. No hace caso a nada de lo que le dice nadie, no tiene respeto ni por sus mayores ni por sus amigos, se ríe en tu cara cuando lo tratas de castigar, y la psicóloga dice que tiene problemas de atención, pero en casa hemos hecho de todo para que esté lo más cómodo y a gusto posible, nos hemos atenido a sus intereses y a su modo de aprendizaje; ¡y aún así se distrae! Ya no es la primera vez que lo corren de una escuela, dice majaderías que a mí no se me habrían ocurrido ni en la carrera, papá, y lo peor del caso es que ya lastimó a uno de sus compañeritos en la escuela. No sé qué hacer.”
El abuelo del susodicho escuchaba atentamente, con la frente hendida abatiéndose en un ceño serio y pensativo, y no podía más que sentir una profunda compasión por las lágrimas de su hijo que veía yermo todo esfuerzo, y al mismo tiempo, una clase de decepción por su incapacidad le impedía afligirse por completo mirándolo a él como víctima. El pobre hombre continuó: “Papá, a estas alturas de veras ya no sé si sea mejor seguirlo guiando por sus propios intereses, como dice la psicóloga, o… –se detuvo porque no estaba seguro de cómo decir lo siguiente–, …o recurrir a métodos más severos. Y me refiero a métodos físicos.”
El anciano abrió los ojos tras este desenvolvimiento inesperado del discurso. Él no le había pegado más que nalgadas comunes y corrientes a su hijo cuando éste se portó mal en su época de travesuras, y el tono en el que hablaba el acongojado sugería un poco más que ese trato. El abuelo se levantó, indignado, y solamente dijo a modo de despedida: “¿Ésas son las únicas cosas que se te ocurren para educar a tu hijo? ¡Debería darte vergüenza! Cierra cuando salgas”, y tras ello subió las escaleras a su habitación, dando bien a entender que la reunión había terminado. Esa tarde el padre de Bocelarto regresó a su casa cabizbajo con la voz seca y muy queda, sin dirigirse más que humildemente a su familia. Hablar con su hijo tendría que esperar, pues se sentía tan avergonzado como hacía muchísimo tiempo no le ocurría.