La noche en el desierto
Ha nacido. El frío,
la sombra, la muerte,
todo el desamparo
humano es su suerte.
Luis Cernuda
Arropados en su sola compañía, se encaramaban a la helada oscuridad. Guarecidos en la esperanza, aguardaban azorados el cumplimiento de la promesa ante el ambiente incierto, indiferente, desenterado. ¿Cómo no se estremece el mundo ante el nacimiento de Dios? ¿Cómo es que ninguna catástrofe anuncia estruendosa la más grande brecha en la existencia? ¿Cómo es que los dos solitarios, solos en su soledad, pudieron aguardar juntos la llegada anunciada? José y María, tomados de la mano, siendo ya todo para sí, al fondo de la cueva lamosa, esperaron en la oscuridad el alumbramiento.
Las contracciones aumentaron, mientras el dolor grababa sus surcos en el lindo rostro de la jovencita. Sus ojos inolvidables, empañados, profundos como el cuarto oscuro de la fe, decoraban su expresión mezclada: el agitado miedo de la alegría, la confiada incertidumbre del nacer humano, la novedad brumosa de la luz eterna. ¿Dónde está la jovencita que acompañaba a su madre junto al caldero, quietecita, siempre maravillada con la mirada al fuego? ¿Qué ha sido de la niña que fue delicia de su padre y que tierna lo miraba trabajar hasta que la luna comenzaba a brillar? Esa niña, esa grácil jovencita, penetró en el misterio de la noche y con un “sí” mínimo, breve y elocuente, permitió al amor su derroche. ¿Acaso alguien puede renunciar al honor, el éxito y la fama, para escoger al dolor, el amor y la pobreza? La niña de la juventud de terciopelo contestó que sí, y ahí comenzó su noche. Hoy la jovencita está inquieta, sola, tomada de la mano de José y sólo en el amor confiada. Es María, madre del Señor; María, la que vive el dolor en la esperanza; María, la madre de todos.
Siente el dolor en su mano, pues su esposa la aprieta con fuerza. Testigo, participante silencioso, el padre es el fondo de la noche. La mira a los ojos, oculta tras su tímida sonrisa resignada se encuentra la incertidumbre recalcitrante: ¿cuánto más sufrirá ella?, ¿acaso él siempre estará a un lado?, ¿será siempre el apoyo, la mano que no se niega?, ¿cómo podrá un pobre carpintero amarlo a Él, con esas manos rudas, rasposas, inútiles para las caricias y los mimos?, ¿por qué él y no algún sabio o noble? Sus preguntas se distraen en la siguiente contracción. Él se acerca a María y refresca la esperanza con un beso. Rústico, tímido, paciente, guarda entre sus ropas un caballito de madera que ha tallado para su hijo. Él, José, el carpintero, el apoyo eterno, el hombre que talla la madera para limar las asperezas y que gana ampollas en los dedos para dar finura a lo agreste, el hombre que apoya a la madre de Dios y con un juguete recibe a Dios en el mundo.
Madre y padre, ahí, tomados de la mano, esperando la luz, salvando al mundo. Ella, pariendo a su hijo ya no con dolor, sino con esperanza. Él, trabajando ya no con el sudor de su frente, sino con el de la fe. Ambos, tomados de la mano, solos en su soledad, siendo todo para sí, son la caridad que marca la brecha al mundo, pues por su solo amor se mantiene encendida la velita que ilumina la noche en el desierto.
Námaste Heptákis
Ideas en vuelo. “No os dejéis atraer por la dulzura interior. Si no está acompañada por la cruz es inconstante y peligrosa. Considerad cada persona como mejor que vosotros. Sin esto, aunque hagáis milagros, estáis lejos de Dios”. Monja Magdalena (1827-1869) del monasterio de Nuestra Señora del Signo, en Yeletsk.
Coletilla. “Prefiero pensar que este disgusto, el miedo y el desconcierto, son el símbolo más transparente de que somos algo diferente”. Feróstica con F.