Abrió los ojos y no recordaba en dónde estaba. Parecían familiares las persianas, amarillentas por el tiempo pero sugiriendo un tono blanco colgante como un depósito de polvo. Creyó conocerlas, pero no estaba seguro, como tampoco lo estaba sobre la cómoda, de madera obscura y con un vidrio sucio en su superficie. Un paño, quizá un pañuelo, debajo de un vaso con… ¿agua? Podría ser, pero quedaba poca y el color del fondo podría estar coloreando su transparencia de un azul grisáceo, o quizás era ése el tono de la bebida. Trató de levantarse, pero el cansancio era demasiado. ¿Dónde estaba, por qué no podía recordarlo? El día anterior y el posterior habían abandonado su pensamiento, y no alcanzaba a comprender cuándo había sido que el sueño del que despertaba había comenzado. Pensándolo bien, no lograba recordar bien a bien ni su propósito, es más, ni su edad. Estaba casado, ¿verdad? ¿O eso era un plan? ¿Había terminado la escuela? Miró sus manos por un largo rato tratando de darle sentido a todo esto: le eran conocidas en la figura pero algo tenían de alarmantemente ajenas. Y como ave que juguetona llega aleteando dando vueltas al nido antes de acomodarse, se depositó en él la dura certeza. Ahora lo recordaba. Era Viernes, fin de mes, día de quincena, su hija cumpliría años en dos semanas y su ex-esposa le pediría la pensión, por fin la deuda del agua podría pagarse y hacía pocos días que el gobernador del Estado había sido relevado por un funcionario mejor preparado, elegido por el mismo presidente; y él, que miraba sus manos arrugadas y extrañas, el joven brioso de proyectos importantes y planes valiosos, de conversaciones profundas y amigos verdaderos, se había quedado dormido veinte años.