La rabia
se volvió filosofía,
su baba ha cubierto al planeta.
La escena tiene mucho de desconcertante. Siete jóvenes incriminados públicamente por las acciones de otros jóvenes, que han asumido como suya la defensa de los otros, sus compañeros, sus camaradas. Enfrente, una compleja amalgama de acusadores, conciliadores y oportunistas tensan y destensan el arco de la concordia. Afuera, un puñado de periodistas ávidos de alguna nota escandalosa que lo mismo permita entender el caso más allá de los límites de la decencia o fortificar la propia trinchera blanquinegra de ocho columnas hasta atenduarla de súbito juzgado, tribunal sin tribunos, foro para sordos. Alrededor, el aprovechado con la declaración inoportuna, el dechado moral armado con su simbólicamente mortífero dedo ajustador, el sátiro de la irresponsabilidad que desde su trágica sabiduría sentencia la pronta inutilidad de cualquier esfuerzo, y los más, tumulto imprurítico del lugar en que no pasa nada and the white man dancing…
Pues en aquella escena, entre vergüenzas y desvergüenzas, una declaración manchó mi ánimo. Justificando la violencia imbécil, un joven seguro pero montado en la confusión, declaró: “la patria sólo nos ha entregado muerte y marginación”.
Podríamos intentar, más de una vez, superar las primeras impresiones. Nada ganamos con las condolencias, lamentaciones y arrebatos compartidos. Tampoco nos aprovecha mucho comenzar con la danza de las máscaras y las hipocresías, pues finalmente todos terminaríamos culpables de ser inocentes. Mucho menos podemos permitirnos contestar la frase con patrioterismos trasnochados, cuando la Corrupción Institucional se engalana en los ropajes de la Revolución Institucional. ¿Podemos, pregunto genuinamente, pensar la frase para aprender algo de nosotros mismos?
Tras los demasiados muertos de la guerra contra el narcotráfico, tras la desastrosa falta de imaginación que va minando nuestra vida y sólo nos permite ver un panorama gris de hedor y muerte, tras la muerte que se filtra en el dolor de las víctimas de nuestra terrible realidad, parece necio negar que el país sólo nos ha dado muerte. Pero igualmente necio es aceptarlo, es cerrar los ojos a la complejidad del diario acontecer, de la realidad de un país en que aún podemos sobrevivir en medio de la mancha sangrienta, con las manos ensangrentadas, con el aire oliendo a muerte. El país no sólo nos ha dado muerte, sino que ante la muerte, entre un puñado de justos, el país todavía nos ha dado vergüenza… y al menos, la vergüenza es algo que todavía mantiene viva a la vida.
Sin embargo, la marginación desprecia la vida, pues el marginado vive la vida indigna de quien ya sólo se deja vivir. La marginación, si esa es nuestra realidad, destruye la vergüenza. Si el país sólo nos ha dado muerte y marginación, el país nos está destruyendo. ¿Acaso es cierto? ¿No es la marginación hija de una teoría política? ¿No se llama marginación al rezago en el afán de progreso social? ¿No es la marginación la pauperización que nos trajo el progreso? La marginación nace del Leviatán, nace del Estado moderno, es hija del Progreso. Conjugar marginación y muerte como descripción entera de la realidad actual es carencia de imaginación, de pensamiento, de crítica: es justificar las impudicias de nuestra violencia en los afanes manumisores de los revolucionarios de siempre. De la guillotina a la hoz, del pasamontañas a la molotov, de la opresión violenta a la violenta opresión. La revolución rechaza la vergüenza, pues busca el poder y la gloria. La revolución es madre de la muerte y matrona de la marginación. La revolución nace de la desvergüenza.
Los griegos llamaban hybris a un aspecto de lo que aquí he llamado desvergüenza. Los cristianos lo llamamos soberbia, y lo sabemos pecado. Sin embargo, nuestros tiempos son adversos tanto a la sabiduría griega como a la cristiana, pues se han inflamado de rabia. Algunos griegos apostarían por la educación; los cristianos por el amor al prójimo. La violencia, lo mismo desencanta a los educadores que a los cristianos. No sé cómo se salva del desencanto un educador. Tengo fe en que el cristiano aprenda a perdonar.
Námaste Heptákis
Coletilla. El pasado domingo, en las páginas del Proceso, Javier Sicilia publicó su reflexión sobre la renuncia de Benedicto XVI. A continuación comparto el texto “El misterio de Benedicto”.
Se ha escrito mucho sobre la renuncia al papado de Benedicto XVI. Las opiniones –al menos las que conozco– giran en torno al catastrofismo apocalíptico, a la conspiración política o al cansancio y la vejez del Papa. Nadie, sin embargo, ha tratado de entender sus motivos espirituales. No es para menos. En un mundo desencantado, donde todas las instituciones han entrado en una profunda crisis, las cosas del espíritu han dejado de existir o, al menos, de pensarse. La misma institución de la Iglesia ha contribuido a ello.
Desde que con Constantino I decidió hacer una alianza innatural: unir al Pobre de Nazaret con el poder del Estado, la Iglesia ha dejado de ser a lo largo del tiempo el “cuerpo místico de Cristo”, para convertirse en una mera cosa social, que al igual que cualquier otra institución está atravesada por intereses mundanos, hipocresías, acallamientos, moralinas ideológicas que han velado su verdadera sustancia y la han hecho entrar en el juicio del siglo.
No obstante esta realidad, la Iglesia, en sus profundidades, continúa siendo una realidad espiritual que hunde sus raíces, no en el poder, sino en el amoroso y humilde secreto de Cristo. Sin esa realidad, no tendríamos ni a Juan de la Cruz ni a Teresa de Ávila; ni a Dietrich Bonhoeffer ni a Etty Hillesum, ni a Chinchachoma; no tendríamos a tantos hombres y mujeres que día con día, poniendo en riesgo sus vidas y su bienestar mundano, se encuentran en las cabeceras de los agonizantes, en las cárceles, junto al dolor de las víctimas, de los despreciados y abandonados, al lado del sufrimiento.
Es desde esa raíz, oculta por el pudrimiento de la modernidad, desde donde habría que entender la renuncia de Benedicto. Más allá de su condición de Papa y del hombre que por muchos años fue el custodio de la doctrina de la fe; más allá incluso de sus equívocos –¿quiénes estamos exentos de ellos? –, y de las presiones que el ejercicio del poder impone, Benedicto es un profundo espiritual y uno de los más altos teólogos de la tradición cristiana. Como espiritual, tiene un gran sentido de la experiencia amorosa de Cristo –de allí su cristocentrismo y su sentido de la centralidad de la eucaristía en la vida de la Iglesia.
Como teólogo, ha sido un hombre preocupado, en los tiempos de la relativización absoluta, por redescubrir las relaciones rotas entre fe y razón, entre la revelación de Cristo y la luz de la razón. Un orden que, al romperse, ha destruido, en sus palabras, “el orden moral del ser humano”: No le ha sido posible. “El hombre de hoy –escribió a mediados de los noventa—no entiende ya la doctrina cristiana de la redención. No encuentra nada parecido en su propia experiencia vital […] Lo designado con la palabra Cristo no aparece en su vida y resulta una fórmula vacía”.
En los tiempos donde Dios ha muerto en la conciencia de los hombres y el nihilismo es la temperatura de la época –Benedicto fue un profundo lector de Dostoievski y Nietzsche–, la experiencia espiritual y teológica de Benedicto es incomprensible. Los que han hecho de la Iglesia un campo amurallado de poder ideológico y de intereses mezquinos, lo han usado para defender todo aquello que es contrario al amor. Los que odian a la Iglesia lo han satanizado en nombre de los relativismos más absurdos y de la irracionalidad ideológica de una clerecía que perdió a Cristo. De allí su llamado a la Iglesia “a superar hipocresías, rivalidades y divisiones”; de allí también, su desgarradora frase: “Los seminarios están cerrados, la liturgia banalizada”.
Solo, en medio de la Babel moderna y de la irracionalidad del nihilismo, de cara a la profunda experiencia que tiene de la revelación (“La revelación –escribió en Razón y cristianismo– es algo superior a cuanto puede ser expresado con palabras humanas […] interpela siempre a la persona viva que alcanza [De ella forma parte] el organismo vital de la fe”), y asumiendo como propias las palabras de Saint-Exupéry: “Sólo se ve bien con el corazón”, Benedicto XVI ha renunciado al papado –al poder– y humildemente, como Cristo, que también renunció a él, ha tomado la decisión de retirarse en el monasterio de monjas de clausura Mater Eclessiae –un nombre que alude también al silencio y a la humildad de María– a orar.
Con ese gesto inmenso, Benedicto el teólogo nos está dando una profunda e íntima lección espiritual. Frente a este mundo y esta Iglesia que ha perdido los sentidos y los significados del amor, y ha instalado en la ciudad de Dios el crimen, la barbarie y la sinrazón, el representante de Cristo en la tierra renuncia al poder y guarda silencio. Benedicto se va a orar, vuelve a la raíz de la fe y nos devuelve al Pobre de Nazaret que la alianza de la Iglesia con el imperio había desnaturalizado. Con ello, lo que alguna vez escribí en relación al epíteto con el que las profecías de San Malaquías acompañan su papado, La paz del olivo, se hace realidad: su renuncia es el gesto de “la paz que nace de la última y más dolorosa de las pobrezas: la del amor que, en su impotencia y su fidelidad, lo ha entregado todo” hasta el silencio para iluminar y ennoblecer nuestra fe traicionada y derruida.