Vana Sangre

Me siento con la obligación de contar esta historia. No suelo actuar conforme a mis pasiones más intensas, pero ésta es una que merece la excepción por su rareza; me he convencido con los años de que es mejor exagerar lo bueno.

Lo que tengo en mi mano es inocuo, pero salió del peor hervidero de violencia: es una carta de quien fue mi bisabuelo, por parte de mi abuelo materno, un soldado sobreviviente de la fiereza de la última guerra que despedazó Europa. Hace tres días mi madre me la obsequió, diciéndome que era tiempo de que la custodiara y la leyera con mucho cuidado. Me contó cómo es que era parte de la tradición familiar -de pocas pero diligentes generaciones-, que fuera pasando por todas las manos, del padre al hijo mayor, después de éste al siguiente hijo y así, cada vez que alguno cumpliera veinte años, hasta que el menor la conservara para legar a sus propios hijos. Ninguno de nosotros sabe que existe tal misiva hasta que nos es heredada. Parecería un artículo de colección, o sólo una excentricidad de la familia como la de quien recopila estampillas, pero después de haberla leído mi perspectiva era muy distinta: por lejana que se vea ahora la contienda entre tantos hombres, estas letras me hicieron sentirla cercana, en este tiempo mío y en ésta que es mi casa. La carta lee así:

 

“Hijo, me he decidido a escribirte como última ocasión en que podré hablar honestamente, y abriré a ti y a nadie más el dolor de mi corazón que no me deja ya vivir. Me destroza el tiempo con otras artes que no son vejez ni cansancio, me avergüenzo de que mires mi rostro desvanecido y de que observes los fantasmas de mis pensamientos desvirtuados. Ya no tengo nada más que esto que ahora te comparto.

“Estaba con mi batallón seguro de que en cualquier momento me enfrentaría en una de las lizas en el campo, donde el refugio de la trinchera se preciaba con un sentido de seguridad vigilante muy peligroso, porque invitaba a la comodidad y a la sensación de que en algún lugar de este mundo todavía podía uno esconderse. En mis manos jóvenes el fusil temblaba, recuerdo muy bien el frío del aire en el que se precipitaban la nieve y las cenizas, preguntándome si estaba en la constitución humana que fuéramos expuestos a fríos tan agudos. ¿Cómo habrán sido las guerras entre los caminantes de antaño, las de los nómadas que vivieron la última gran glaciación? Ésa y otras cosas parecidas me preguntaba: ¿habrán esperado impacientes al enemigo con la esperanza de que el fuego de su odio los salvara de la helada? ¿Cuán sórdida puede ser la saña contra un hombre al que sólo se conoce por su apariencia, y quizás por el lugar sobre el que está parado o el botín que tiene a su alcance? ¿Existía entre ellos el escarnio, la venganza, el rencor?

“La trinchera dejó pronto de ser un lugar seguro, como era de esperarse. Ahora me cuesta trabajo imaginar que al mismo tiempo estaban sucediendo encuentros semejantes en toda la nación, y en todo el mundo, pues la imaginación reduce velozmente todo lo real al instante y al entorno más próximos. El presente encapsula cualquier noción que se tiene de uno mismo, y la presteza de las sensaciones se agolpa en una respiración agitada de la mente. Los detalles se recuerdan después, mas en el momento no se distingue nada. Las mismas manos que con pericia logran los trabajos más sutiles ahora se aferraban al viento, se tensaban paralizadas queriendo asemejarse a las garras de gárgolas esculpidas. La quijada se angulaba con fuerza y los miembros se entiesaban con la rigidez del tronco vetusto. Teníamos todo el cuerpo trabado en tensión. Hijo, uno no piensa en los modos en los que hace las cosas cuando los atacantes asaltan por fin, solamente se defiende, y la defensa siempre es un endurecimiento. El alma misma se endurece. Ambos bandos se obligaban a defenderse con la apuesta más grande concebible, asegurando que uno está salvo tratando de que uno esté solo. Es aterrador el grito del hombre que está a punto de matarte, funciona como el encantamiento de las lenguas foráneas con el que dicen los magos poder derretir la cera al instante o fundir la roca en un cauce fresco, y afloja el cuerpo de la víctima antes de dejarlo inmóvil por siempre.

“Ahora, en estos días de supuesta paz se escucha que la necesidad obligó a los bandos a formarse como hicieron, y que la justicia estuvo del lado vencedor desde el principio, pero no hubo más justicia ese día que la que nos hacía sentir en el pecho una euforia incontrolable. Después de todo, tienes que entender, hijo, que quien cuida lo suyo siente que la justicia está de su parte, y defender las trincheras era lo último a lo que se abocaban ese día todos allí. El ataque llegó tronando donde no se le quería como el anuncio de tormenta en altamar, y no había más que hacer. Había que matar, tan pronto como fuera posible.

“Yo salí vivo por poco. Casi todos los que trataban de defenderse fueron exterminados de maneras que ni un hombre sin pudor se atreve a mencionar. Fue un escenario espantoso, patético. Quise, lo confieso, invertir las cosas: deseé que la masacre ocurriera al contrario y que los cuerpos de jóvenes dejados como fiambre fueran los otros. Lo peor, como espero que veas, no es el resultado. No eran los cuerpos apilados después para que la pira nos librara de la enfermedad, o los de los desafortunados que devoraron los perros y los buitres; lo peor es el odio insaciable. La convicción, como enfermedad epidémica, de que es necesaria la venganza contra todos los que uno mismo desconoce. Pienso hoy, que busco ejemplos que iluminen mi confusión, que la casa maldita de Agamemnón estaba ennegrecida por la espiral de la venganza: la tragedia más grande fue la obligación fatal de cobrar con muertes las faltas cáusticas, pues cada cuál allí sufrió las penas de la impiedad; pero nosotros no estuvimos nunca en una situación semejante. Ésta no era la casa de un Rey, ni la venganza particular de un hombre, ni hubo entre nosotros lazos sanguíneos que reconocieran los ojos que se posan sobre otros. No, era la ira esparcida de un pueblo entero sobre otro, la deshumanización entera del enemigo; la convicción, mejor dicho, de que se conocía quién era enemigo.

“Hijo, es muy tarde para mí. Si acaso te he escrito esto es por cobardía, porque la guerra arrastra a los hombres consigo y carcome los espíritus de sus soldados, de sus familias, y de sus pueblos; pero yo quiero que tú seas fuerte y te salves del mal que a mí me indignó tan profundamente. Sigue mi consejo: nunca te fíes de quien te diga quién es tu amigo, y quién tu enemigo. Y nunca pierdas el tacto del alma que siente compasión.”

 

Cuando terminé de leer la carta, comprendí algo que había guardado sólo como un dato lejano de la historia de mi familia: que mi bisabuelo se había suicidado. “La guerra lo persiguió toda su vida”, me habían dicho como alguna clase de explicación de ésas que se aceptan sin entender nada, pero ahora veo que no fue así. La guerra no lo persiguió, sino al contrario, fue él quien persiguió la guerra. Aquella tarde en la que él dirigió el ataque contra el batallón resguardado en las trincheras, perdió la vida.