“¿Quién quiere vivir con dolor?” escuché que dijo alguien a mi lado. Acababa de tener mi clase de ballet en Casa del Lago, la cual había dejado sumamente adoloridas mis piernas, por lo que decidí sentarme en una de las tantas banquitas que abundan en el Bosque de Chapultepec antes de caminar hacia el metro para volver a mi casa cuando aquella pregunta captó toda mi atención.
“¿Quién quiere sentir que los huesos le crujen amenazando con romperse cada vez que camina, se agacha o se sienta?” dijo de nuevo aquella voz y entonces miré atentamente al hombre que se encontraba sentado en la banca contigua a la mía. Con la mano izquierda se sobaba arduamente la rodilla mientras que con la derecha le hacía mimos a un perro que recién había llegado de no sé dónde.
“¿Quién quiere sentir que la cabeza le explota después de un día difícil?” preguntó de nuevo y se quedó callado, como pensando en la respuesta a su propia pregunta. No le hablaba a nadie en particular, sino que más bien parecía estar pensando en voz alta, pero no tan alta como para que lo escucharan los demás transeúntes, sino sólo yo por encontrarme sentada prácticamente a su lado.
“¿Quién quiere sentir el vacío en el pecho cuando se marcha la mujer que le daba sentido a las cosas?” dijo aquel viejo con la voz rota mientras que las lágrimas pugnaban por salírsele de aquellos ojos arrugados, pero bastó con que cerrara el puño de la mano que antes había estado sobando su rodilla para que las lágrimas se secaran tan rápido como se habían formado. Fue en ese instante que noté la sortija que adornaba el dedo anular de aquella mano empuñada. Pensé que tal vez había muerto su esposa recientemente y me compadecí de él, pues he escuchado lo difícil que es para un cónyuge superar esa pérdida.
“¿Quién quiere esforzarse, cueste lo que cueste, para obtener lo que quiere?” repuso con un bufido, lo que hizo bastante patente su molestia. “Nadie” contestó al fin y miró al suelo con aire decepcionado mientras se llevaba la mano derecha a la frente. Ni siquiera me di cuenta cuando dejó de mimar al perro ni cuando éste se fue de su lado, pues estaba completamente absorta en las preguntas que soltaba al aire, más ahora que finalmente se daba una respuesta. “¡Nadie quiere sufrir, ni llegar a viejo, ni padecer, ni perder en esta vida! Mejor renuncian antes que tener que luchar por algo…” refunfuñó mientras negaba sin parar con la cabeza. “Lo que pasa es que no quieren vivir” concluyó con tristeza.
El corazón me dio un vuelco. Recordé entonces la última parte de mi clase de ballet donde la maestra pasó a estirarnos a cada uno de las piernas con el fin de procurar nuestra elasticidad. Cuando llegó mi turno, en vez de resistir el dolor y dar todo de mí, preferí quejarme y decir que ya no podía mientras amenazaba con llorar. Qué vergüenza…
El zumbido de una mosca interrumpió mis cavilaciones y cuando volteé a mi derecha la banca contigua a la mía se encontraba vacía. De aquel viejo no quedaba ni rastro, así que me levanté de la banca y eché a andar hacia el metro. Quizá el viejo tuviera razón y ése fuera justo mi problema, así que, por si acaso, empezaría por saborear el incesante dolor que embargaba a mis piernas.
Hiro postal