Anoche, bajo la pálida luz de una luna plateada, vi a un anciano que lloraba. En silencio sus ojos derramaban gotas de agua salada como la del mar. Pero la carencia de sonido hacía que la distancia entre lo que salía de sus ojos y el anchuroso ponto fuera mayor. El mar no llora -me dije al ver los ojos del anciano- aunque es salado, acuoso y llama la atención como las lágrimas que silentes mojan la mejilla arrugada que hoy concentra mi atención.
El hombre sostenía en sus brazos un chiquillo, que al igual que él, lloraba, pero su llanto era muy diferente, era sonoro y casi carente de lágrimas, sólo el dolor se reflejaba en sus ojos que nada sacaban al exterior. El llanto del niño era seco como seco es un desierto, pero era sumamente escandaloso y esto alejaba al llanto infantil de las calmas soledades del desierto.
Pero algo vi entre el desierto y el mar que acercaba, a estos gigantes, unía mediante un abrazo al niño y al anciano, que fundía al desierto con los mares y a la carencia de lágrimas con la copiosa presencia de las mismas. Miré más de cerca y noté que ese algo era el dolor, y cuando pude ver la desesperanza en los ojos que lloraban frente a los míos, por más que mi cabeza se hizo hacia atrás y se agitaba como el viento, no pude evitar que el llanto brotara, y que en él se reflejaran los llorosos ojos en los que me había visto.
Maigo.