Gazmoñerismo Luciérnaga

Como se contempla una estrella lejana así mi cariño te contempla. ¿Cómo podría yo –ni aun siendo un dios- atrapar toda tu luz y enfrascarla en mi corazón? De hacerlo la luciérnaga moriría. Por eso desde lejos te vislumbro y, pacientemente en la oscuridad, camino hacia donde las intermitencias de tu luz quieran llevarme, esperando que tal vez algún día me lleven hasta tu corazón.

Gazmogno

Escuela de Niños

¡Qué descorazonadora es la docencia en nuestros días! La figura del maestro está cada vez más erosionada, más y más, mientras menos pensamos que puede llegar a haber hombres sabios y más nos interesa que los expertos tengan agudas especializaciones. Hay menos importancia en los hábitos y más en los estándares. Las escuelas están plagadas de publicidad y vacías de vida pública. Se habla de valores, de competencia, de liderazgo; y en ninguna parte se recuerda ninguna de esas virtudes, ya tan de viejito, como la paciencia, la templanza o la sensatez. Hay tantas vías para dedicarse a las ciencias que no hay por qué preocuparse de esas cosas de antaño. El mercado está hambriento de profesionistas, y los profesionistas de la educación también se ocupan de que todos estén preparados para entrar en el remolino. Las ciencias se ven como tan indudablemente excelentes para todo lo humano, que uno supondría que para cada una habrá alguien que pueda interesarse por ella. Por eso es necesario que se le guíe correctamente. Ahora bien, guiar a alguien para que aprenda no es cosa de juego: somos delicadísimos sobre lo que nos atrae y sobre el concepto que tenemos de nosotros mismos con relación a lo que nos atrae. Nos vemos como funámbulas mentes apenas estables, al borde del desequilibrio. La sociedad de psicoanálisis que somos nos ha convencido de que nada peor hay en el mundo que reprimir lo que en verdad nos causa placer, y que el mundo perfecto debería estar lleno de bienintencionadas personas que nos pudieran guiar hacia las actividades que más placer nos causan, para que aprovechemos al máximo ese mercado que nos espera con gusto.

Nuestra sociedad está por eso hecha una confusión terrible en cuanto a qué es educar. Por un lado es una entusiasta de las carreras universitarias y de la excelencia académica, de las becas en todos lados y de los avances por miríadas en las escuelas; pero por ello mismo torna la educación en una cosa que debe tomarse con extrema cautela y tiritante timidez. ¿Por qué antes no aprendía tantas cosas tanta gente? La respuesta es porque no se sabía educar. Se era cruel, se era torpe al acercarse a los intereses del estudiante. Ahora sabemos muchas cosas para no predisponer a los alumnos a detestar el proceso por el que se harán más eruditos (no mejores). El maestro ya no debe llamarse maestro, las clases ya no deben tomarse en silencio necesariamente, el “orden” no tiene por qué ser considerado desde una sola perspectiva. Vaya, nuestra multiculturalidad es también una disposición para la multicomplacencia en la educación. Por supuesto que el maestro también es una contradicción andante: no puede admitir que es mejor, porque eso es ponerse por encima del estudiante, intimidarlo, abusar de un poder que no le pertenece más que por una casualidad que lo hizo nacer antes a él (¡injusta, la edad!); pero tampoco puede hacer como que es igual a los estudiantes, no. Es más bien una clase de amigo artificial que les pusieron allí a los jóvenes para que, conforme quieran, se acerquen y aprendan de su mayor experiencia los datos que pueda compartirles. Está para complacerlos y buscar en cada cuál el modo en el que más le place memorizar, o hacer apuntes, o sólo mirar. Por eso no se llama maestro, porque eso amedrenta. Es un guía nomás (y no se le habla de usted, tampoco). No se trata de mejorar nada, ni de corregir males, sino de “estimular el talento” de un joven. El estímulo entonces se trata como si fuera una clase de magia que lo acerca al aprendizaje por las sonrisas del guía.

No tengo nada contra el cuidado, pero éste no es el cuidado del que se pregunta por el mejor modo de enseñar, no es la preocupación por el modo en que vivirá quien se comporte de cierto modo sabiendo ciertas cosas; es más bien el ‘cuidado’ del cobarde que se apoca en una esquina, esperando no producir descontento entre los que lo rodean. Teme al disgusto de los estudiantes. Esto no puede ser otra cosa que pequeñez de alma. Nuestras instituciones están haciendo una descarada recomendación de pusilanimidad a los docentes (y dije “recomendación” porque luego me da por los eufemismos). Eso nace de la noción de que el más mínimo fastidio que se produzca en el aprendiz logrará arruinar para siempre la lección, y que todos los pequeños y discípulos tienen la aptitud para saber lo que sea que se les enseñe, siempre y cuando se les enseñe del modo que se adapte a la personalidad del educando. Hasta hablar de la educación ya es más difícil en nuestro tiempo, estoy seguro de que cualquiera que esté al día en pedagogía ya me estará reprendiendo por mis términos: ¿discípulos?, ¿lecciones? Hablo como recién sacado del medievo, y ahora somos tan modernos que debemos aprender a hacer atractiva la letra para que entre por la voluntad del chico, no “con sangre”, como antes se decía, salvajemente.

Creo que olvidan todos estos convencidos lo importante que es el interés. Me parece que no se percatan de que tan inhumano es el amarrar la mano izquierda para que el niño zurdo aprenda a escribir, como lo es el tornar la relación estudiantil en una lucha de poder y placer de la que todas las armas las tiene el guiado y ninguna luz se le concede al guía. ¿Cómo no va a achicarse este pobre si de cualquier adjetivo pende una demanda? No puedo admitir que este modo de acercarnos al problema sea apropiado.  ¿De veras creemos que tan poco es el profesor, o sólo estamos echándole ganas para creérnoslo? Y del estudiante, ¿de verdad cree alguien que cualquiera puede aprender cualquier cosa? Ambas proposiciones me parecen ridículas, y aún así, son tan corrientes hoy día, que he tenido que ejercer mucha cautela hasta aquí. Creo que no es aventurado de mi parte decir que no le ponemos atención a alguien por el que no tenemos respeto. ¿Cómo lo haríamos? ¿Y no se ha dedicado la pedagogía a restarle respetabilidad a la docencia? Por la otra parte, yo no he conocido a nadie al que le interese todo, ni creo que pueda haberlo; y no entiendo cómo podría alguien que no se puede interesar en todo, aprenderlo todo. Jamás, por fin, he conocido a nadie que pueda interesar a quien sea en lo que él quiera; es más, que pueda interesar a todos los que se le acerquen en un tema.

Aprendemos de lo que nos interesa porque nos acercamos, y a veces nos interesamos por cosas a las que no les habíamos encontrado el interés antes. Es probablemente imposible darnos cuenta de cuándo empezamos a querer qué cosas. Lo que sí es que nuestro interés ha cambiado muchísimo con los años, no importa quiénes seamos. Cuando hablamos de educación, es imposible hacerlo seriamente sin pensar que una cosa es la niñez y otra la madurez: lo que consideramos importante cambia por completo cuando comenzamos a responder por nuestras decisiones, cuando tenemos juicio, cuando actuar significa más que dejarse llevar. El adulto intenta que el niño se interese por lo que cree importante él. Si el niño decidiera, como parecen querer nuestros expertos en educación, sólo se acercaría al placer; probablemente no estudiaría ni las cosas más divertidas; jugaría y no estudiaría, sin más. En la madurez tenemos suficiente criterio como para percatarnos de que lo que nos gusta no es lo mismo que lo importante; es decir, conforme nos hacemos de más juicio, la perspectiva sobre lo que nos gusta se problematiza (no digo que se resuelva, pero sí se comienza a distinguir lo que nos place de lo valioso, por más que a veces coincidan ambas cosas).

Lo que se ha olvidado en nuestra pedagogía descuidada es la importancia del deseo en las acciones humanas. Estamos tan acostumbrados ahora a que el deseo debe dejarse libre porque si no, se enferma, que nos estamos deshaciendo de todos los medios que las sociedades tenían para frenar pasiones obviamente nocivas para cualquier comunidad. La prepotencia, la pereza, la incontinencia, todas ellas son cosas que se avivan en los niños cuando no se les limita el placer. “Guiarlos para que aprendan a su ritmo” no es otra cosa que decir cobardemente que queremos que el niñito no se sienta mal nunca, pero esperamos que se interese por aprender. A la palabra no se le concede ninguna importancia fuera de la posibilidad de comunicar un dato, se le ve como una clase de herramienta más del compendio de juguetitos que puede sacar el pedagogo para hacerle brotar el interés al joven sobre lo que él quiera aprender, a su propio ritmo, a su propio modo. Se evitan las reprimendas y los castigos, se evita el hablar de lo que está bien y lo que no. Se ha estado sacando sistemáticamente de nuestras escuelas a la ética, porque no es científica.

Me parece que la más clara contradicción de este proyecto de pseudoeducación se encuentra tan pronto se pregunta por el origen de los castigos. No se puede tener una niñez absolutamente gustosa, ¡qué inhumano! No se pueden hacer las cosas que los pedagogos recomiendan: “sentar límites claros y cuidar que el niño no sufra”. Y no lo digo con crueldad ni misantropía, no hablo de dolores extremos, ni de torturas, hablo de vergüenza. Un niño debe sentir vergüenza de hacer lo que no debe, y si nuestro sistema de educación, sea el que sea, está criando sinvergüenzas, no hay manera de defenderlo. Tarde o temprano el sistema que ha corrido la ética se enfrentará a los gandules que él mismo propició, y al querer darles sus productivos rumbos mercantiles no podrá obtener de ellos trabajo, sólo un desprecio por lo contrario al hedonismo sin idea de justicia. Y, sin embargo, el ser humano siempre ha tenido naturalmente un modo de alejarse (ya sea más, ya sea menos) de esta condición de depravación. Esto es la vergüenza: uno siente desprecio por lo que se considera una acción indeseable. Esto es doloroso (no por nada en México se le dice predominantemente pena), no hay razones para ocultar ese hecho. Humillar a alguien no siempre es un golpe devastador al alma que no permite que se recupere, no es siempre una disminución de su impresión de sí mismo por la que queda desmoronado. Éstos son casos extremos en situaciones indeseables; pero hacer que alguien se percate de cómo es más humilde que otro, es indispensable para que tenga respeto por quien después puede hacerle algún bien, uno que probablemente ni él mismo entiende cómo ocurrió.

Uno no puede saber lo mismo que el maestro porque entonces éste ya no le enseña nada, pero se necesita un buen golpe de vergüenza para que el prepotente acepte que lo que le falta lo hace menos que su maestro. Muchos necesitamos que nos muestren que nos hace falta escuchar. No debería tener nada de malo aceptar que uno es menos en estas condiciones. Se consideró alguna vez que el castigo funcionaba para lograr resultados, y hasta hace relativamente poco se satanizó semejante noción, afirmando que era mucho mejor el estímulo positivo. El problema es que pronto se olvidó que eran dos modos que funcionaban de diferente manera en diferentes casos, y ahora cualquier clase de castigo es vista por los más ingenuos como crímenes de lesa humanidad. Lo que empezó por condenar a quien reprendiera a un joven con dolor físico (y entiendo muy bien la queja con esa clase de corrección) ahora es la absurda afirmación de que cualquier clase de humillación o insinuación de carencia son tan terribles para la mente del niño como lo son para su cuerpo los cinturonazos. El adulto es para el niño que aprende, la figura que debe tener esta autoridad, debe ser a quien vale escuchar (otra cosa es quiénes son buenos o malos maestros, problema también muy importante, pero insignificante entre quienes no admiten siquiera que pueda haber maestros). El maestro es de algún modo quien quiere hacer bien al joven, no porque quiera complacerlo (para eso hay dulces), sino porque lo quiere hacer mejor, aunque eso duela. Y después resulta que las lecciones más importantes siguen doliendo, aunque ya no estemos en la escuela, y seguimos, cuando adultos, confiando en quienes pensamos que nos pueden hacer bien porque son mejores. De ahí que sea tan sensible la pérdida que tenemos en nuestra sociedad de la figura del sabio, que ya no encontramos en ninguna parte, porque el sabio no es quien puede respondernos nuestras dudas sobre cualquier tema de un examen, no es el que da conferencias en todos los estados, ni el que ha vendido más libros; el sabio más bien podría hacernos sentir que lo que es valioso, lo que es importante, no llegará a nosotros sin esfuerzo; y nos hará sentir vergüenza cada vez que hagamos como niños, jugando a que ya hemos logrado lo que por miles de años miles de hombres no han logrado ni con todos sus esfuerzos. Y si somos dignos de escucharlo, en vez de descorazonarnos, nos esforzaremos más.

Hábitos y Condena

 

Entonces se les abrieron los ojos y se dieron cuenta de que estaban desnudos, y se hicieron unos taparrabos cosiendo unas hojas de higuera.

Gen. 3,7

La acción diaria dice de nosotros lo que somos, de ahí que debamos ser cuidadosos al comenzar el día, pues lo que vamos haciendo en el trascurso del mismo irá mostrando lo que hemos sido hasta el momento y en cierto modo va dibujando lo que haremos al día siguiente.

Hay quien ve esto como una exageración y señala que los actos que se llevan a cabo diariamente no han de cambiar en nada el curso de nuestras vida, pero no se trata aquí de pensar en grandes cambios, no todos los días nos encontramos con la posibilidad de comer el fruto prohibido, y no todos los días se abre el paso franco a la muerte, al dolor y al trabajo; no, ahora lo importante pensar es en los actos que se llevan a cabo todos los días, aquellos que por ser cotidianos nos dicen quienes somos.

Cuando Adán se encontraba en medio del jardín del Edén tenía un solo trabajo, debía cuidar del jardín y nombrar a las creaturas que en él se encontraban, colocar un nombre es algo fundamental si es que lo pensamos bien, y no sólo porque de ahí en adelante lo nombrado sea denominado de una manera y no de otra, sino porque hace del ser que nombra un ser que conoce y toma en cuenta lo nombrado.

Si Adán deja de nombrar a lo que hay en el Edén éste corre el peligro de olvidar lo que ahí se encuentra, de no tomarlo en cuenta y de descuidarlo en todos los sentidos posibles. La acción diaria de Adán lo hace ser habitante y protector, al mismo tiempo que corona de la creación.

Si pensamos un poco sobre el cambio que recibe la actividad de Adán cuando éste ha probado el fruto de la ciencia, entonces quizá alcancemos a comprender por qué el hombre ya no podía continuar viviendo ahí. El conocimiento que pudieran obtener Adán y Eva una vez que comieron del fruto prohibido cambió en algo su hacer diario, su hacer de todos los días, lo que podía ser visto por Dios ahora había sido abandonado y cambiado por otro, uno que ambos decidieron ocultar por vergüenza.

Viéndolo así, el pecado que cometieron Adán y Eva no fue el de haber comido de un fruto prohibido, sino el de haber abandonado su diario hacer para cambiarlo por otro. Antes de comer Adán se dedicaba a nombrar y a cuidar de la creación, después de hacerlo se ocupó de notar cuán desnudo estaba, lo que significa simple y llanamente que cambió la dirección de su mirada y por ende sus preocupaciones diarias, es decir, cambió él y con ese cambio se hizo indigno de permanecer en el paraíso.

Considerando las graves consecuencias de un ligero cambio de dirección en la mirada, y de unos instantes realizando una actividad que no es la propia de la vida que se supone queremos conservar, no puede dejar de resultar mucho más curioso que haya quien vea a la vida como un cúmulo de momentos claves y traumáticos, y no como un continuo suceder de movimientos, todos determinados por la acción que se va decidiendo en cada instante.

Maigo.

Papas locas

“The difference between the almost right word & the right word is really a large matter

–it’s the difference between the lightning bug and the lightning”
Mark Twain

Nacen en Jalisco. Sólo en los altos, en los muy altos. No se sabe a ciencia cierta cuántas proteínas, carbohidratos o grasas tengan. No se sabe si serán frutos, raíces o tubérculos. Les dicen papas porque eso parecen si se les ve de lejos. Les dicen locas porque, además, parecen hacer lo que quieren. No siguen ninguna regla. Nacen así nomás: nadie las planta ni riega. Como de la nada, ahí están. Haya frío o calor extremo. De repente hay un montón, de repente se desaparecen. Deliciosas pero también peligrosas: si tienen más de tres lunares negros te enferman casi de muerte. “Son bien raras, así como las palabras, así como hablar”, me dijo aquel día el campesino que iba a venderle quesos a mi tía. Otra vez las palabras, pensé, siempre las palabras. A través de las ellas todo mundo habla (aunque quién sabe si, como más de alguno piensa, sean ellas las que a través de nosotros hablan). Pero las veces que se habla de ellas no son tantas. Luego de pensarlo un rato, pienso que tal vez el señor aquel tenía razón. Las palabras parecen hacer lo que quieren. De repente hay un montón de adjetivos adverbios y verbos. De repente, nada, ni siquiera un artículo o preposición. Muchas veces las buscamos pero no las encontramos. Escasean, se desaparecen. Otras veces, aunque no queramos, ahí están; brotan sin parar. Llegan y nada más. A veces en tiempos felices, a veces en los tiempos más tristes.  No sabemos de dónde viene que hablemos. Hablamos y ya. Quizá por eso olvidamos preguntar cómo demonios sucederá. Hilamos, tejemos una letra con otra, una consonante con una vocal. Luego una palabra con otra y otra más. Y ahí está. Pero, a pesar de tener muchas partes, todo esto se da en una completa unidad.  Esto de hablar, sigo pensando, es nuestro símbolo más grande. Aunque también, así como estas papas, las palabras pueden enfermar. Son deliciosas pero también peligrosas. Son el recurso de los hombres más justos y de los más injustos. El peligro está en que se pueden usar tanto para descubrir como para ocultar la verdad.

PARA APUNTARLE BIEN: “Hoy quemé tu carta. La única que me escribiste. Y yo te he estado escribiendo (sin que tú lo sepas) día tras día. A veces con amor, a veces con desolación, a veces con rencor. Tu carta la conozco de memoria: catorce líneas, ochenta y ocho palabras, diecinueve comas, once puntos seguidos, diecisiete acentos ortográficos y ni una sola verdad.” –José Emilio Pacheco en El principio del placer.

MISERERES: En el sexenio pasado y lo que va de este van, más o menos, 24 mil desaparecidos. La PGR anunció la creación de la “Unidad de víctimas para personas desaparecidas”, cumpliendo –dice- con el compromiso que el gobierno hizo. Se cumplirá hasta ver la efectividad, dicen los familiares de tales desaparecidos.   Por otra parte, a OCDE dio a conocer que en México las personas trabajan, más o menos, 500 horas más que en el resto de los países de tal organización. Y no, no les pagan más.

Callejón sin salida

Al verse acorralada, ella intentó ocultarle su deseo; pero terminó delatándola la humedad de sus labios.

Hiro postal

Y así la gracia

Revisitación del salmo III

1) Salmo de David al huir de Absalón, su hijo.

 

2) ¡Oh Eterno, cuántas enemistades:

muchos se alzan contra mí!

 

3) Y muchos me dicen así:

“En Dios seguro es que no te salves”.

 

4) Pero tú, Eterno, eres mi escudo,

mi gloria y quien levanta mi cabeza.

 

5) Con mi voz te llamo seguro

y tú me respondes con realeza.

 

6) Así me acuesto y me duermo,

despierto y el Eterno me sostiene.

 

7) Ya no temeré más al pueblo,

aunque bien rodeado me tiene.

 

8) ¡Levántate, Eterno!

¡Y sálvame, Dios mío!

Tú que las mandíbulas has quebrado

a cada uno de mis enemigos,

y con los dientes bien molidos

has dejado a los malvados.

 

9) Del Eterno es la salvación.

¡Vamos,

a tu pueblo concede tu bendición!

 

Coletilla. Novedad editorial es la publicación, bajo el sello del Colegio Nacional, de los cuadernos de Alfonso Reyes, escaparate del poeta niño y del inquieto joven que, en su segunda década de vida, ejercitó la pluma lo mismo en notas de aritmética, magia o historia, que en ejercicios poéticos, recreaciones en verso y diversiones rimadas. ¿Qué fue del niño Alfonso antes de ser el benjamín del Ateneo? ¿Cuáles eran las diversiones infantiles del que llegó a ser el caballero de las letras mexicanas? Hato de regocijos, conjunto de maravillas, presentación de un Alfonso Reyes inusitado, los cuadernos son una muestra más de la perfecta poligrafía de quien hizo literatura de su vida y vida de su literatura. (Es una lástima, dicho sea de paso, que los editores fuesen tan descuidados en la transcripción de los cuadernos; además de limitarse a transcribir, sin ofrecer alguna otra ayuda al lector, hubiese sido muy conveniente esforzarse un mínimo para ofrecer un aparato crítico). Del cuaderno 1 extraigo un soneto intitulado “Negro”.

Cuando en horrenda convulsión el alma

se precipita en huracán deshecho,

y rompiendo los diques de la calma

abate en su furor al férreo pecho;

 

cuando en el aire rugen las tormentas

de rabias y de odios reprimidos,

y la virtud en sus fatigas cruentas,

se ve atacada hasta exhalar quejidos;

 

cuando, cobarde, maldecida y necia

la envidia con tesón su guerra arrecia

y el hombre, entre los hombres se ve solo,

 

aparece y se yergue ante su dolo

el fantasma voraz del homicidio,

o voluptuoso y tentador suicidio.

Siddharta y el Loto

Se cuenta que Siddharta, antes de ser llamado Buda y perder cada una de las letras de su nombre, se dirigió una mañana hacia el pueblo de Pravahata a mendigar cuando algo llamó su atención. Un loto rosado parecía brotar a la distancia, desviándolo de su camino.

Intrigado se acercó y lo contempló con benevolencia. Apenas había brotado y todavía no florecía. El príncipe, movido en su corazón por la belleza del loto, se puso en cuclillas y le susurró, “Hermoso y pequeño Padme, tu sola presencia afecta mi corazón y lo inflama con el gozo de tu ternura. Apelo a tu compasión y te ruego me bendigas con la perla de tu belleza.” Pero el loto, completamente hermético, permaneció cerrado.

Siddharta, completamente cautivado, tomó del suelo una hoja en la que reposaban todavía las gotas del rocío y las vertió delicadamente sobre el loto para ver si con esto lograba hacer que se abriera, pero el loto permaneció inexpugnable.

Perturbado, aquel que liberaría al hombre del sufrimiento sintió una punzada en el corazón, una opresión que crecía lentamente. Tenía que encontrar la forma de abrir el loto, de ser bendecido con su belleza, más aún, de poseer la perla de sabiduría que habitaba en su interior.

Siete días pasaron con sus noches y Sakyamuni se hallaba enloquecido. Lo había intentado todo: hablarle, gritarle, incitarlo con pequeñas ramitas, con sus propias manos. Pero era insuficiente. Dos manos no bastaban. Necesitaba tres, cuatro. De su tórax iban brotando, cinco, seis brazos, pero seguían siendo inútiles. Siete, ocho… todos ellos aferrados, asidos cada uno a un pétalo, ejerciendo presión, obligando, fracasando. Su concentración se había perdido y los ojos se le desorbitaban en todas direcciones. No comía, no dormía. No hacía más que pensar en el loto, contemplarlo, desearlo.

Siete días más pasaron y su mirada se había petrificado en el loto. Lo escrutaba, lo envolvía, intentaba dominarlo, poseerlo. Un chasquido junto a él lo obligó a quitar la mirada y voltear. En ese momento una segunda cabeza le creció a un costado. Se giró y le brotó una tercera, una cuarta. Cada una de ellas poseía una mirada que se posaba en la flor, se aferraba a ella. Volteara a donde volteara siempre había un par de ojos que escudriñaba el objeto de su deseo. Una gigantesca araña de ocho brazos y ocho ojos intentaba devorar la flor, extraerle su sabiduría, chuparle su belleza.

Los días pasaban y con ellos crecía la frustración. Siddharta se sentía pesado, derrotado, disperso; aferrado a la flor se encontraba atado, no al loto que quería abrir, sino al deseo que se representaba en su alma. Aun con sus ocho ojos lo que veía no era la planta, sino su deseo. Aun con sus ocho brazos a lo que se aferraba no era a los pétalos, sino a sus sentidos. Avergonzado, el futuro buda desasió la flor y, arrancándose uno a uno seis de los brazos, formó con ellos un mandala alrededor del loto; con gran dolor se cortó las tres cabezas restantes, ofreciéndolas al pequeño ser que había intentado mancillar, en un gesto de gran arrepentimiento; y como quien intenta reparar un daño irreparable se postró frente al loto en actitud de reverencia y, cerrando los ojos, se puso a meditar.

Siete días pasó en actitud meditativa. Siete días frente al loto, viendo al loto, siendo el loto, olvidando al loto. Siete días en los que su mente desarticulaba su deseo. Pétalo por pétalo iba desembarazándose de la ilusión, transformándose a su vez en cada pétalo. Siete días pasó con los ojos cerrados, sin darse cuenta de que en ese tiempo la flor había comenzado a abrirse. En un infinito desplante de compasión, el loto desplegaba sus rosáceos pétalos ofreciéndole su perla interna al príncipe. Siete días bastaron para que se marchitara, para que la perla se convirtiera en polvo.

Cuando Siddharta abrió los ojos observó que el loto había desaparecido y con él su belleza. Sólo un aroma persistía en el ambiente. Un aroma que era como un susurro: “Om mani padme hum” se oía. “Om mani padme hum” o como se dijera en otros tiempos: “que los pétalos del loto se abran para que aparezca la joya de mi yo interior”. “Om mani padme hum”, resonaba en el corazón del futuro buda. “Om mani padme hum”, brillaba en su interior como una perla recién descubierta. Y así, con el pecho abierto como un enorme loto se dirigió humildemente hacia un árbol Bodhi que se encontraba en las cercanías.

Gazmogno