¡Qué descorazonadora es la docencia en nuestros días! La figura del maestro está cada vez más erosionada, más y más, mientras menos pensamos que puede llegar a haber hombres sabios y más nos interesa que los expertos tengan agudas especializaciones. Hay menos importancia en los hábitos y más en los estándares. Las escuelas están plagadas de publicidad y vacías de vida pública. Se habla de valores, de competencia, de liderazgo; y en ninguna parte se recuerda ninguna de esas virtudes, ya tan de viejito, como la paciencia, la templanza o la sensatez. Hay tantas vías para dedicarse a las ciencias que no hay por qué preocuparse de esas cosas de antaño. El mercado está hambriento de profesionistas, y los profesionistas de la educación también se ocupan de que todos estén preparados para entrar en el remolino. Las ciencias se ven como tan indudablemente excelentes para todo lo humano, que uno supondría que para cada una habrá alguien que pueda interesarse por ella. Por eso es necesario que se le guíe correctamente. Ahora bien, guiar a alguien para que aprenda no es cosa de juego: somos delicadísimos sobre lo que nos atrae y sobre el concepto que tenemos de nosotros mismos con relación a lo que nos atrae. Nos vemos como funámbulas mentes apenas estables, al borde del desequilibrio. La sociedad de psicoanálisis que somos nos ha convencido de que nada peor hay en el mundo que reprimir lo que en verdad nos causa placer, y que el mundo perfecto debería estar lleno de bienintencionadas personas que nos pudieran guiar hacia las actividades que más placer nos causan, para que aprovechemos al máximo ese mercado que nos espera con gusto.
Nuestra sociedad está por eso hecha una confusión terrible en cuanto a qué es educar. Por un lado es una entusiasta de las carreras universitarias y de la excelencia académica, de las becas en todos lados y de los avances por miríadas en las escuelas; pero por ello mismo torna la educación en una cosa que debe tomarse con extrema cautela y tiritante timidez. ¿Por qué antes no aprendía tantas cosas tanta gente? La respuesta es porque no se sabía educar. Se era cruel, se era torpe al acercarse a los intereses del estudiante. Ahora sabemos muchas cosas para no predisponer a los alumnos a detestar el proceso por el que se harán más eruditos (no mejores). El maestro ya no debe llamarse maestro, las clases ya no deben tomarse en silencio necesariamente, el “orden” no tiene por qué ser considerado desde una sola perspectiva. Vaya, nuestra multiculturalidad es también una disposición para la multicomplacencia en la educación. Por supuesto que el maestro también es una contradicción andante: no puede admitir que es mejor, porque eso es ponerse por encima del estudiante, intimidarlo, abusar de un poder que no le pertenece más que por una casualidad que lo hizo nacer antes a él (¡injusta, la edad!); pero tampoco puede hacer como que es igual a los estudiantes, no. Es más bien una clase de amigo artificial que les pusieron allí a los jóvenes para que, conforme quieran, se acerquen y aprendan de su mayor experiencia los datos que pueda compartirles. Está para complacerlos y buscar en cada cuál el modo en el que más le place memorizar, o hacer apuntes, o sólo mirar. Por eso no se llama maestro, porque eso amedrenta. Es un guía nomás (y no se le habla de usted, tampoco). No se trata de mejorar nada, ni de corregir males, sino de “estimular el talento” de un joven. El estímulo entonces se trata como si fuera una clase de magia que lo acerca al aprendizaje por las sonrisas del guía.
No tengo nada contra el cuidado, pero éste no es el cuidado del que se pregunta por el mejor modo de enseñar, no es la preocupación por el modo en que vivirá quien se comporte de cierto modo sabiendo ciertas cosas; es más bien el ‘cuidado’ del cobarde que se apoca en una esquina, esperando no producir descontento entre los que lo rodean. Teme al disgusto de los estudiantes. Esto no puede ser otra cosa que pequeñez de alma. Nuestras instituciones están haciendo una descarada recomendación de pusilanimidad a los docentes (y dije “recomendación” porque luego me da por los eufemismos). Eso nace de la noción de que el más mínimo fastidio que se produzca en el aprendiz logrará arruinar para siempre la lección, y que todos los pequeños y discípulos tienen la aptitud para saber lo que sea que se les enseñe, siempre y cuando se les enseñe del modo que se adapte a la personalidad del educando. Hasta hablar de la educación ya es más difícil en nuestro tiempo, estoy seguro de que cualquiera que esté al día en pedagogía ya me estará reprendiendo por mis términos: ¿discípulos?, ¿lecciones? Hablo como recién sacado del medievo, y ahora somos tan modernos que debemos aprender a hacer atractiva la letra para que entre por la voluntad del chico, no “con sangre”, como antes se decía, salvajemente.
Creo que olvidan todos estos convencidos lo importante que es el interés. Me parece que no se percatan de que tan inhumano es el amarrar la mano izquierda para que el niño zurdo aprenda a escribir, como lo es el tornar la relación estudiantil en una lucha de poder y placer de la que todas las armas las tiene el guiado y ninguna luz se le concede al guía. ¿Cómo no va a achicarse este pobre si de cualquier adjetivo pende una demanda? No puedo admitir que este modo de acercarnos al problema sea apropiado. ¿De veras creemos que tan poco es el profesor, o sólo estamos echándole ganas para creérnoslo? Y del estudiante, ¿de verdad cree alguien que cualquiera puede aprender cualquier cosa? Ambas proposiciones me parecen ridículas, y aún así, son tan corrientes hoy día, que he tenido que ejercer mucha cautela hasta aquí. Creo que no es aventurado de mi parte decir que no le ponemos atención a alguien por el que no tenemos respeto. ¿Cómo lo haríamos? ¿Y no se ha dedicado la pedagogía a restarle respetabilidad a la docencia? Por la otra parte, yo no he conocido a nadie al que le interese todo, ni creo que pueda haberlo; y no entiendo cómo podría alguien que no se puede interesar en todo, aprenderlo todo. Jamás, por fin, he conocido a nadie que pueda interesar a quien sea en lo que él quiera; es más, que pueda interesar a todos los que se le acerquen en un tema.
Aprendemos de lo que nos interesa porque nos acercamos, y a veces nos interesamos por cosas a las que no les habíamos encontrado el interés antes. Es probablemente imposible darnos cuenta de cuándo empezamos a querer qué cosas. Lo que sí es que nuestro interés ha cambiado muchísimo con los años, no importa quiénes seamos. Cuando hablamos de educación, es imposible hacerlo seriamente sin pensar que una cosa es la niñez y otra la madurez: lo que consideramos importante cambia por completo cuando comenzamos a responder por nuestras decisiones, cuando tenemos juicio, cuando actuar significa más que dejarse llevar. El adulto intenta que el niño se interese por lo que cree importante él. Si el niño decidiera, como parecen querer nuestros expertos en educación, sólo se acercaría al placer; probablemente no estudiaría ni las cosas más divertidas; jugaría y no estudiaría, sin más. En la madurez tenemos suficiente criterio como para percatarnos de que lo que nos gusta no es lo mismo que lo importante; es decir, conforme nos hacemos de más juicio, la perspectiva sobre lo que nos gusta se problematiza (no digo que se resuelva, pero sí se comienza a distinguir lo que nos place de lo valioso, por más que a veces coincidan ambas cosas).
Lo que se ha olvidado en nuestra pedagogía descuidada es la importancia del deseo en las acciones humanas. Estamos tan acostumbrados ahora a que el deseo debe dejarse libre porque si no, se enferma, que nos estamos deshaciendo de todos los medios que las sociedades tenían para frenar pasiones obviamente nocivas para cualquier comunidad. La prepotencia, la pereza, la incontinencia, todas ellas son cosas que se avivan en los niños cuando no se les limita el placer. “Guiarlos para que aprendan a su ritmo” no es otra cosa que decir cobardemente que queremos que el niñito no se sienta mal nunca, pero esperamos que se interese por aprender. A la palabra no se le concede ninguna importancia fuera de la posibilidad de comunicar un dato, se le ve como una clase de herramienta más del compendio de juguetitos que puede sacar el pedagogo para hacerle brotar el interés al joven sobre lo que él quiera aprender, a su propio ritmo, a su propio modo. Se evitan las reprimendas y los castigos, se evita el hablar de lo que está bien y lo que no. Se ha estado sacando sistemáticamente de nuestras escuelas a la ética, porque no es científica.
Me parece que la más clara contradicción de este proyecto de pseudoeducación se encuentra tan pronto se pregunta por el origen de los castigos. No se puede tener una niñez absolutamente gustosa, ¡qué inhumano! No se pueden hacer las cosas que los pedagogos recomiendan: “sentar límites claros y cuidar que el niño no sufra”. Y no lo digo con crueldad ni misantropía, no hablo de dolores extremos, ni de torturas, hablo de vergüenza. Un niño debe sentir vergüenza de hacer lo que no debe, y si nuestro sistema de educación, sea el que sea, está criando sinvergüenzas, no hay manera de defenderlo. Tarde o temprano el sistema que ha corrido la ética se enfrentará a los gandules que él mismo propició, y al querer darles sus productivos rumbos mercantiles no podrá obtener de ellos trabajo, sólo un desprecio por lo contrario al hedonismo sin idea de justicia. Y, sin embargo, el ser humano siempre ha tenido naturalmente un modo de alejarse (ya sea más, ya sea menos) de esta condición de depravación. Esto es la vergüenza: uno siente desprecio por lo que se considera una acción indeseable. Esto es doloroso (no por nada en México se le dice predominantemente pena), no hay razones para ocultar ese hecho. Humillar a alguien no siempre es un golpe devastador al alma que no permite que se recupere, no es siempre una disminución de su impresión de sí mismo por la que queda desmoronado. Éstos son casos extremos en situaciones indeseables; pero hacer que alguien se percate de cómo es más humilde que otro, es indispensable para que tenga respeto por quien después puede hacerle algún bien, uno que probablemente ni él mismo entiende cómo ocurrió.
Uno no puede saber lo mismo que el maestro porque entonces éste ya no le enseña nada, pero se necesita un buen golpe de vergüenza para que el prepotente acepte que lo que le falta lo hace menos que su maestro. Muchos necesitamos que nos muestren que nos hace falta escuchar. No debería tener nada de malo aceptar que uno es menos en estas condiciones. Se consideró alguna vez que el castigo funcionaba para lograr resultados, y hasta hace relativamente poco se satanizó semejante noción, afirmando que era mucho mejor el estímulo positivo. El problema es que pronto se olvidó que eran dos modos que funcionaban de diferente manera en diferentes casos, y ahora cualquier clase de castigo es vista por los más ingenuos como crímenes de lesa humanidad. Lo que empezó por condenar a quien reprendiera a un joven con dolor físico (y entiendo muy bien la queja con esa clase de corrección) ahora es la absurda afirmación de que cualquier clase de humillación o insinuación de carencia son tan terribles para la mente del niño como lo son para su cuerpo los cinturonazos. El adulto es para el niño que aprende, la figura que debe tener esta autoridad, debe ser a quien vale escuchar (otra cosa es quiénes son buenos o malos maestros, problema también muy importante, pero insignificante entre quienes no admiten siquiera que pueda haber maestros). El maestro es de algún modo quien quiere hacer bien al joven, no porque quiera complacerlo (para eso hay dulces), sino porque lo quiere hacer mejor, aunque eso duela. Y después resulta que las lecciones más importantes siguen doliendo, aunque ya no estemos en la escuela, y seguimos, cuando adultos, confiando en quienes pensamos que nos pueden hacer bien porque son mejores. De ahí que sea tan sensible la pérdida que tenemos en nuestra sociedad de la figura del sabio, que ya no encontramos en ninguna parte, porque el sabio no es quien puede respondernos nuestras dudas sobre cualquier tema de un examen, no es el que da conferencias en todos los estados, ni el que ha vendido más libros; el sabio más bien podría hacernos sentir que lo que es valioso, lo que es importante, no llegará a nosotros sin esfuerzo; y nos hará sentir vergüenza cada vez que hagamos como niños, jugando a que ya hemos logrado lo que por miles de años miles de hombres no han logrado ni con todos sus esfuerzos. Y si somos dignos de escucharlo, en vez de descorazonarnos, nos esforzaremos más.
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