Preocupante Tensión

Tanto gobierna el trabajo nuestras vidas, que no podemos evitar que se inmiscuya hasta en la cotidianeidad de nuestro lenguaje. Tenemos nuevos nombres para las nuevas enfermedades que nacen del continuo trajín de las oficinas, nuevos modos de hacer metáforas de los negocios, nuevas perspectivas que explican la experiencia de vivir para producir y ser eficaces. Y entre las muchas grandes pestes que arrasan a los hombres modernos, una de las mayores es esa cosa misteriosa llamada “estrés”, la Gran Preocupación.

Tal vez la sabiduría popular es menos dicharachera hoy en día, pero sigue fluyendo en frases recurrentes e ideas que suelen formularse en situaciones semejantes. Muchas veces le tenemos confianza a la verdad de una frasecilla porque la escuchamos en más de un lugar. De algún modo tramposo sentimos que está confirmado el pensamiento al que llegaron dos personas que no tuvieron oportunidad de convencerse la una a la otra, como si eso fuera signo inequívoco de que el camino que tomaron es uno natural al que podría llegar cualquiera. Así ha resultado que ha ganado fama este dicho, que más o menos suele formularse así: “si tu problema no tiene solución, ¿para qué te preocupas?, y si sí la tiene, ¿para qué te preocupas?”

Este pedacito de elocuencia parece agua fría para el viajero del desierto: ¡qué maravilla saber que el problema tan grave que nos ha estado aquejando es falso! Además, pone la cura del enfermo en sus propias manos, porque asume que el único que decide si se preocupa o no, es el preocupado. La lógica es muy evidente: supone que este monstruoso estrés citadino nace del intento casi irremediable de resolver todos los problemas que se nos presentan, cuando la acción hacia el problema no cambiará nunca por sentirse más o menos mortificado por su resolución, y como uno mismo decide qué tanto de sí “invierte emocionalmente” en algún asunto, sólo queda tomar distancia del trabajo y despreocuparse. Lo que se solucionará, se solucionará.

La cura, no obstante, no me da tan buena espina. Porque el problema está planteado con una falsedad que tal vez se les haga evidente a los mismos enfermos de estrés, después de un rato de haber fingido que era cosa muy fácil decidir dejar que las cosas obren por su propio curso: trabajar es exactamente lo contrario, es preocuparse de controlar el flujo de ciertas cosas. Claro, no de todas, pero sí de las que podemos mover y cambiar, de las que podemos dominar para que sean de tal modo que nos es conveniente. Tarde o temprano, uno debe admitir que la preocupación nace de una situación quizá más incómoda, pero más verdadera: nunca tenemos una idea clara de si un problema se puede resolver o no. Intentamos que las cosas salgan bien, ése es el modo más natural de obrar cuando podemos elegirlo, pero no conocemos con tanta exactitud si nuestras acciones son correctas o no. Esta distinción, que hay problemas resolubles y otros irresolubles, es una distinción que hacemos después de ver los resultados, no antes. La razón es que no conocemos las circunstancias enteras de nuestra acción, y muchas veces ni a nosotros mismos suficientemente bien como para saber qué alcance tenemos. La preocupación es normal, porque estamos al pendiente de qué podríamos hacer para que las cosas salieran como queremos, y no estamos dispuestos a desentendernos tanto que lo que nos interesa salga mal por desidia nuestra. Finalmente, la frase promueve la irresponsabilidad en la acción.

Ahora bien, si tanto trabajo y tanto negocio hacen que nuestra preocupación por las cosas se vuelva una enfermedad a tal grado que queremos creerla falsa –y eso por tanto que estamos indispuestos a alejarnos del negocio–, tal vez deberíamos pensar que el problema es más grave que la simple tensión, ¿no? Tal vez haga falta que nos preocupemos, en serio, por resolver esto que nos consume tanto y a tantos.