Cada vez resulta más difícil portar la máscara. Se vuelve más pesada, menos manejable. Uno pensaría que es más sencillo quitársela; arrancársela de la cara y respirar por fin el aire puro; ver las cosas sin distancia; articular palabras sin dificultad. Pero no. Desde niños nos enseñan a usarla, a adornarla; a volverla cada vez más rígida, más estorbosa, más obsoleta, pero a cada momento más necesaria. Nos van metiendo el miedo de a poquito. “Si te la quitas te lastiman. Si la extravías puedes morir, lenta, dolorosamente.” Primero viene la asfixia, luego la pérdida de sentido y al final la muerte. Además es algo contagioso. Si no la llevas puesta te ven mal, te rehúyen. “No te acerques a quien no traiga su máscara bien puesta. Es gente mala.” Pero cada vez resulta más difícil portarla. Digan lo que digan estorba, pesa, duele… deforma. Y no sólo el rostro, también el alma. Se cuelga de ella como un parásito, como un tumor que crece cada vez más pútrido desgarrándola, desgajándola, hasta convertirla en un revoltijo de carne con madera. Pero por mucho que uno quiera no encuentra la forma de quitársela; de arrancársela aunque se vaya con ella el rostro mismo. Tal vez eso es lo que tanto tememos, que se nos vaya la cara y perdamos el rostro; que nos quedemos sin rasgo alguno, sin definiciones, sin fronteras. Tal vez en eso consiste vivir sin máscaras: en la absoluta libertad que otorga un rostro sin características, completamente vacío de formas, líneas y sombras. Un rostro como el rostro de dios ante la nada; como el rostro de un bebé antes de que nacieran sus padres. Pero, ¿cómo lograr arrancarse la máscara?
Gazmogno