El extraño y el enigma

El viaje había terminado, pero Ibzéhar aún no. El esplendor dorado de los muros exteriores de la gran ciudad parecía manar como hilo colorido interminable al reflejo del Sol. “La Ciudad de Perlas Desulmbrantes” era el nombre del lugar. Sus puertas habían sido talladas y teñidas en un brote genial de inspiración por el hijo de un ciego viandante que había cruzado el desierto antes de que estas murallas se erigieran, y cuyo canto había logrado fundir más de un corazón con la sudorosa delicia de la noche dulce. En algún mausoleo aún una anciana lo lloraba esa tarde anaranjada. En cada diminuto nicho del portón había un nicho más pequeño, todos entrelazados con la maestría del tejedor, mas en piedra sólida de varios palmos de grueso; y en cada uno de estos marcos enmarcados, la figura de algún dios observador. Pero Ibzéhar no había terminado todavía. No podía pedir paso a los guardias. No podía entrar.

Había iniciado el viaje en la confirmación de su ardorosa fe. Los largos versos divinos abrazaban su corazón y ceñían su mente en un lenguaje cuya sonoridad rocosa se suavizaba al pasar sobre ellos la luz de su memoria. Su maestro le entregó en un pliego de arenoso pergamino las pocas palabras negras del enigma, enlazadas en torrentes que dibujaban azucenas. El enigma: ¿qué querría decir? Todo el camino había pasado sus ojos de zafiro por la negrura de las flores de abajo hacia arriba, de vuelta, desde el tallo hasta cada punta de los pétalos, o en sentido inverso, y aún no lo resolvía.

Uno de los vigías se acercó por fin, reclamando con sonoridad conocer el nombre del viajero, ofreciendo además agua de prístinos pozos y frutas nutricias. Ibzéhar miró al benefactor, se compadeció, y le dijo: “No. No conozco aún mi nombre”.

Se cuenta entre los habitantes que el visitante estuvo varios días a la puerta de la ciudad, penando, decían unos; buscando algo, decían otros; él afirmaba esperar un anuncio y no hacía más que murmurar por lo bajo, con la mirada consumida por el pergamino. Su boca sedienta ardía como el carbón al recitar frente a la puerta vigilante de los centenares de ojos. Nunca aceptó ayuda de nadie de la ciudad. Cuando murió secado por la aspereza desértica, el rey reclamó su cuerpo con asombro y mandó levantar una pira para hacerlo arder como hacían los paganos, con todas sus posesiones, temeroso de que algún negro portento hubiera visitado su umbral y confiando en que con ello lograran los fieles conjurarlo.