Desconfianza

Tierra estéril do

da fruto la sospecha en

cualquier estación.

Hiro postal

Antes de la noche

para ti, que duermes mal

Revisitando el salmo IV

1) Para el director del coro con Neguinot.

Salmo de David.

2) Respóndeme al invocarte,

oh Dios de mi justicia,

que de la aflicción me libraste;

escucha mi oración y apiádate.

3) ¡Oh hijos del hombre!

¿Hasta cuándo mi honor

seguirá mancillado,

perseguirán la ilusión

y el fraude habrán motivado?

4) Sabed que el Eterno ha escogido

a aquel que le es fiel.

Sabed que a mí ha oído

cuando le he llamado a Él.

5) No pequéis y poneros a temblar.

Meditadlo en vuestros corazones

sobre el lecho por las noches,

y tras meditar, callad.

6) Ofreced los más justos sacrificios

y en el Eterno sólo confiar.

7) Y cuando muchos se pregunten

“¿quién el bien nos podría mostrar?”

Tú podrás, oh Señor, sobre nosotros

la luz de tu presencia manifestar.

8) Señor, tú has derramado

alegría a mi corazón;

aunque han abundado

su trigo y su licor,

la tuya, Señor mío,

es por mucho la mejor.

9) En paz yo he de acostarme

y rápidamente dormirme,

pues sólo por ti, oh Eterno,

a la vida he de asirme.

Coletilla. “Que la almohada del alma feliz sea la pureza de conciencia”. San Bernardo

Gazmoriental

Vacía el cuerpo y vaciarás la mente.

Desapégate de los sentidos y empobrecerás tu espíritu.

Pobreza y humildad van de la mano con el despertar como la sombra del cuerpo.

Gazmogno

La máquina del placer

He decidido tratar sólo un poco de un asunto que, aunque me guste, por reserva suelo cuidarme de hablarlo; principalmente por lo sencillo que es malentendernos con respecto a él. Me refiero al placer. Sé que es espinoso, probablemente porque todos lo sentimos tan de cerca que difícilmente aceptamos a quien nos intenta decir qué es como si no lo supiéramos ya, o a quien pone en duda que sea muy fácil comunicarse sobre qué es eso que se siente cuando se siente placer. Muchas veces al discutirlo (de por sí es raro hacerlo) no vemos diferencia entre el placer de esto o de aquello, nos parece que es igualmente claro en todos sentidos. Lo que nos place, y al contrario, lo que nos duele, parece el modo más visceral y original de encontrarnos con lo que está bien y lo que está mal. Esto es obvio en nuestras costumbres. Somos muy adeptos a la medicina porque nuestro paradigma del bien es la salud (y el de la sabiduría es la ciencia dura) y en público tanto como en privado, en la televisión como en conversaciones, y hasta en nuestros anhelos revelados o secretos, se nota que aquello que casi cualquiera hoy aceptará desear, por más que le faltara todo lo demás, es estar saludable. Esto revela que si acaso creemos que hay algo bueno para el hombre, sea quien sea, esto se verá claro en el placer que sentimos, en el placer corporal (¿hay otro?) de funcionar como debemos. Lo que está bien se siente bien, de allí es obvio que la mejor vida es la que se siente mejor. Parece clarísimo.

El placer y el dolor son la guía de las vidas de muchos porque en sus señales parece no haber equivocaciones: lo que duele no puede estar bien, así como lo que place no puede estar mal. Las bestias así viven, es su naturaleza alejarse de lo que no es bueno para ellos, y –nos explican los biólogos– el ingeniosamente fascinante modo de hacerlo que se le ocurrió a la naturaleza fue dotarlos de un mecanismo que los recompensara por procurarse y castigara por destruirse: el placer y el dolor. Los organismos naturalmente funcionan así, y no es distinto lo que nos compelen a hacer los anuncios de productos comestibles que aseguran que nos harán puro bien porque son bien naturales. Tomamos a la naturaleza por garantía de lo que debe ser, por eso los niños chiquitos (no modelados por la ciudad) y las bestias son ejemplos de naturaleza. Nosotros complicamos mucho las cosas porque no hacemos lo que debemos hacer. Se dice que nos ciega la razón, esa cosa que no está en ningún otro lugar de la naturaleza, en lugar de “dejarnos llevar” por lo que sentimos: lo que nos place y lo que nos duele. He escuchado más de una vez a quien dice de un modo o de otro que el ser humano es desafortunado comparado con el resto de los vivientes en el mundo, porque él se da cuenta de todo lo malo que le pasa y se lo provoca sin mesurarse o detenerse, mientras que los demás animalitos viven muy contentos y tranquilos “sin preocupaciones”, sólo se acercan a lo que les conviene y se alejan de lo que no. No comen más que lo necesario, no se mueven de más, no se confunden, no tienen anhelos terribles. Si no pueden evitar lo destructivo, se mueren y ya, sin haber nunca sabido sabido que iban a morir.

Aunque al decirlo así aparece una contrariedad que tal vez no suponíamos al principio: ¿por qué ocurre que nosotros los humanos sí podemos acercarnos a lo que no nos conviene? ¿No debería dolernos desde antes para que supiéramos que estamos metiéndonos en algo perjudicial, así como sabe mal el hongo que no debe tragarse? ¿Tenemos una respuesta si nos preguntan por qué algo que nos complacía resulta nocivo? Lo común es que juzguemos el dolor como la prueba (antes de la cuál pareceríamos estar en completa obscuridad al respecto) de que lo placentero era inconveniente. En realidad, quien mira así las cosas no está muy mortificado por el mal del placer, sino porque después de haberlo tenido se le haya presentado esta enfermedad (porque seguro seguimos hablando de enfermedades). Es decir, el placer no es el malo, lo malo vino después por descuido o por mala suerte. Por un lado, si se encuentra una forma de anular ese dolor, el mal parece dejar de existir. Hay anuncios de la televisión que ofrecen productos que hacen posible comer lo que sea sin sentir después los estragos del ácido, y todo medicamento contra la resaca se ofrece también así, como la manera de convertir el exceso de bebida en algo bueno, prometiendo dejarle sólo lo placentero y eliminando toda consecuencia posterior. ¿Qué es la gula? Ninguno de los que fueron considerados vicios está exento de ejemplos, pero la comida suele ser el más suave y eufemístico. Sin embargo, nos sigue faltando la pieza realmente importante del misterio: ¿por qué ocurre todo esto? ¿Por qué deseamos tanto que nuestros placeres se extiendan hasta el límite exacto anterior al dolor, y en ello, fallamos? ¿Por qué los seres humanos pueden destruirse a sí mismos?

Al intentar responder resulta que nunca es tan sencillo, y que la aparente claridad que tenía el proyecto de siempre acercarse a lo placentero y alejarse de lo doloroso es ilusoria. Para empezar, ninguna experiencia del placer considera un solo aspecto de nosotros, porque una cosa es el gusto del alcohol en la lengua y la garganta, y otro es la soltura de la deshinibición. Otra perspectiva nos deja ver que muchas veces nos sobreponemos a dolores que consideramos de grado inferior al placer que nos ganamos por soportarlos, ¿y cómo los graduamos o cómo los medimos? Vaya, habrá muchos modos de percatarse de la grandísima dificultad, pero éste es uno que se me hace claro: nuestras vidas comprenden una cantidad tan inmensa de situaciones que caben dentro de lo conveniente o lo inconveniente, que no es posible que todas se den sin cruzarse unas con otras. No es posible que la vida siempre tenga un solo curso para todos sus sentidos y que ninguno de ellos interfiera con el sentido de alguna otra cosa. Es perfectamente comprensible que el bien de una sea el mal de otra, y que uno de ellos sea peor o mejor para nosotros. Y aún así, no es sensible negar que experimentamos cada diferencia de éstas como algo íntegro que es toda nuestra vida. Los diferenciamos, pero seguimos llamándolos nuestros placeres. Incluso si nos mantenemos observando sólo nuestra comprensión de cuerpo, la salud no se puede mantener dándole placer a todo él, órgano por órgano (abundan los casos de medicamentos que arruinan algo curando otra cosa, por poner ejemplos), y así tampoco se puede sostener la vida humana por completo queriendo suponer que todo es bueno siempre que no se dé con una enfermedad, o que la solución al mal está en el paulatino adormecimiento del pesar. La vida no es mejor anestesiando el ánimo hasta no poder sufrir por nada (o el comatoso es el más feliz). Creer que placer y dolor son indicadores unívocos es más bien creer que no tenemos vida. Es creer que somos una máquina buscando en cada parte su provecho, triste ilusión que no puede entristecerse, y cuyas fracciones tienen cada cual su proyecto propio (¿cómo puede una porción tener proyectos?). Si placer es que cada célula del cuerpo esté llena de sus componentes constitutivos, entonces no sabemos nada de nosotros porque nadie siente en cada célula; y si no es así, ¿entonces qué es? ¿Es puro teatro? ¿Montado por quién? Si uno se piensa así muy seriamente, ¿entonces qué demonios significan el placer y el dolor? Debe ser de otro modo, y me encantaría decir bien de qué se trata, pero por lo pronto me parece de lo más difícil.

El árbol de la ausencia

Hay un árbol que está maldito, y al mismo tiempo parece bendecido por quien lo creó, es el árbol de la ausencia.

Su fruto no sacia, de hecho causa un hambre que no se calma con nada, da sed y deja seca la boca y a veces también el corazón, sus hojas no dan sombra y a sus raíces nada crece, lo único que se ve bajo sus ramas es el pálido rostro de la muerte que ronda a quien con él se alimenta.

Quien lo come por primera vez abre los ojos y nunca más los cierra, no duerme y no deja de sentirse perdido, abatido y avergonzado, siente que ya no es lo que debiera y que lo único que le queda en su vida es sufrir.

Pocos comen del árbol de la ausencia y reconocen que lo han hecho, con la esperanza de que con este reconocimiento llegue el descanso que les permitirá no sucumbir ante el hambre o no morir de sed, otros niegan siquiera haberse acercado al árbol y pretenden ocultar aquello que los marca lo más posible, al grado de querer olvidar su marca ellos mismos.

Quienes comen del árbol de la ausencia ya no se preguntan lo que es bueno y lo que es malo, pues son incapaces de distinguir, en cierto modo ya no les importa y hacen alarde de su incapacidad para ver y más aún de su incapacidad para oír.

Hay quien confunde al árbol de la ausencia con otro que tiene parecidos efectos, pues aún cuando se ve tentador su fruto las consecuencias de comerlo suelen ser poco deseables, después de comer se abren los ojos y se ve y se vive en carne propia el mal que hasta entonces no se conocía.

Pero este árbol deja consigo la esperanza de una salvación que se funda en la capacidad de ver lo que es bueno y lo que es malo, y de distinguir a uno de otro. Con el árbol de la ausencia en cambio ya no hay esperanza, porque esa es para los tontos, ya no hay males siempre que no se los vea, pero tampoco hay bienes que hagan más llevadera la vida, no hay nada y por ende nada es mejor que lo que se tiene tras probar el permitido fruto del árbol de la ausencia.

Maigo.

Amistad: hombre y ciudad

La amistad, y general la vida en comunidad, se encuentra en una constante relación entre dos ámbitos, el público y el privado. El ámbito público nos hace amigos de la comunidad; mientras el privado, al ser íntimo, sólo de unos cuantos hombres. Dependiendo de la inclinación que se tenga hacia un ámbito o el otro, es la dedicación que se debe tener para ser ya sea un hombre o un ciudadano de bien; y viceversa, para ser o un hombre o un ciudadano bueno, es necesario saber cuál ámbito es el que se debe cuidar –no niego la posibilidad de que coexistan los dos al mismo tiempo, sólo sostengo cuan complicado es que ambos se den al mismo tiempo. Estoy convencido de que la presentación que Platón y Jenofonte hacen de Sócrates es para  mostrar al filósofo con la primacía de ser un hombre bueno (pues el filósofo se encuentra en un vaivén entre ser ciudadano bueno y malo, no puede decirse con simpleza y sin algunas consideraciones que es amigo de la ciudad; lo que sí podemos anunciar con mayor facilidad es que no puede faltar al compromiso que tiene con ser un hombre bueno. Sócrates nunca faltó a ese compromiso, y por ello dio su vida.

Jenofonte comienza su obra Memorabilia remitiéndonos a la apología de Sócrates. Es importante que nos preguntemos, por qué Jenofonte, aunque no explícitamente, comienza su obra señalando hacia la  apología de Sócrates, y también detenernos a pensar en la respuesta.  ¿Por qué comenzar de esta manera, en la cual, para hablar de la amistad ética y privada, comienza con una situación pública como fue el juicio que enfrentó Sócrates? Cada vez me convenzo más de que lo hizo para mostrarnos a Sócrates como un hombre de bien frente a la ciudad que se corrompe. Al poner a Sócrates frente a la ciudad, nos muestra la dirección hacia donde es necesario que volteemos la mirada. Nos señala la apología de Sócrates y nos hace ver la tensión de Sócrates frente a la ciudad, la tensión que se genera entre el filósofo, el hombre de bien, y la ciudad, cuando no es la más justa.

Las primeras palabras de Memorabilia son: «A menudo me he preguntado sorprendido, con qué razón pudieron convencer a los atenienses quienes acusaron a Sócrates de merecer la muerte a los ojos de la ciudad». Esto muestra, desde las primeras palabras, el conflicto y la tensión que se genera entre el hombre de bien y el ciudadano bueno en relación con la ciudad. No necesariamente es un hombre bueno el beneficia al amigo antes que a la ciudad, únicamente el que ve que lo más conveniente es hacer de sus amigos hombres de bien, y procura que lo sean; aunque a simple vista parezca que los enfrente con la ciudad. De ahí, se vuelve menester para Jenofonte mostrar que Sócrates fue un hombre de bien que supo ser amigo, y que, aun cuando tuvo en él primacía la amistad ética, fue amigo de la ciudad; que aun cuestionando las leyes y costumbres de la ciudad fue un buen ciudadano, pero sobre todo que siendo buen amigo fue más benéfico de lo que pudo ser como ciudadano. La labor de Jenofonte es preparar la tierra para que surja la imagen de Sócrates y la nuestra es recoger lo sembrado para conocer quién fue Sócrates.

Lo que sigue a las primeras líneas que Jenofonte escribió, es la defensa de Sócrates ante la acusación de «no reconocer a los dioses en los que cree la ciudad, introduciendo en cambio, nuevas divinidades. También es culpable de corromper a la juventud».

La primera acusación fue: «no creer en los dioses que la ciudad creía, introduciendo nuevos dioses». El primer reto para Jenofonte es demostrar que, más que impío, fue amigo. Y aunque sí cuestionó el Nómos divino (al cuestionar la costumbre de la ciudad), quizá fue más piadoso que la mayoría de los hombres de la polis, pues, por decirlo de alguna manera, fue el guardián de las cualidades que habían sido dadas al hombre, al no dejar a los dioses cosas que los hombres podían realizar (de acuerdo a su naturaleza). Así aconsejó actuar a sus amigos,  enseñó a encargarse de las cosas de hombres y dejar a los dioses las cosas de los dioses.

¿Cuáles son estas acciones de los hombres? Las que están relacionadas con el gobierno de casas y ciudades. Hay cosas que los dioses no muestran a simple vista a los hombres y requieren la adivinación; como dice Jenofonte, «ni el que hace una buena siembra sabe quién recogerá la cosecha»; mas cómo realizar la siembra sí es una enseñanza asequible a la inteligencia humana y no requieren de adivinación. Acerca de estas cosas son de las que Sócrates aconsejó a sus amigos (respecto de las cosas asequibles a la inteligencia humana), cuidando de ellos. Decía que es absurdo consultar a la divinidad por cosas que el hombre puede responder y sostenía que se debe aprender lo que los dioses concedieron aprender hacer; sólo aquello que está oculto a los hombres debe ser averiguado por medio de los dioses. Así es que Sócrates consideraba hombres de bien a quienes conocían las cosas humanas; pero a quienes no, los consideraba ignorantes afirmando que con razón debían ser llamados esclavos.

Nunca obtuvo dinero por su cuidado y consejos. De aquellos a quienes aconsejó, aquellos que se consideraron sus discípulos, sólo esperó que fueran hombres de bien y amigos. «Tenía confianza en que los discípulos que aceptaban las recomendaciones que él les hacía, serían para él y entre sí buenos amigos para toda la vida». Respecto de la segunda acusación, ¿cómo pudo corromper a los jóvenes alguien que pensaba de esta manera? Poniendo en duda lo benéfico de las costumbres y leyes de la ciudad (las cuales atañen a las cosas de los hombres).

Con su manera de vivir puso en duda el nómos de la ciudad. Si ponemos atención en la forma de vida de quienes aconsejaba, veremos que estaban más pervertidas las costumbres que los jóvenes discípulos de Sócrates, que a su lado creían que la vida virtuosa era el mejor modo de vida. Cuentan aquellos que lo conocieron, que era el más austero para los placeres del amor y la comida; fuertísimo frente al frio, el calor y las fatigas; y estaba educado de tal manera que tenía pocas necesidades, así que con una pequeñísima fortuna tenía suficiente para vivir con mucha comodidad. Así nos invita Jenofonte a cuestionarnos nuevamente sobre, cómo una persona así pudo corromper a los jóvenes, «¿cómo una persona así había podido hacer impíos o delincuentes, glotones o lujuriosos, o blandos frente a las fatigas? Viviendo como pensaba y no pensando como vivía, enseñó a sus amigos a vivir y pensar como él lo hacía. De este modo apartó a muchos de los vicios haciéndoles desear la virtud e infundiéndoles la esperanza de que al cuidarse a sí mismos llegarían a ser hombres de bien. Enseñó por amistad a quienes aceptaban sus consejos y enseñanzas; comprendía que la mayor ganancia que podría obtener de aquel que intentara ser virtuoso de esta manera, era adquirir un buen amigo. Nunca recibió dinero por un consejo o por ayudar a alguien, nunca ofertó ayudar a alguien ni predicar la virtud por dinero, incluso se sorprendía de aquellos que lo hacían. Si no era por fama, poder o riqueza, ¿qué buscaba entonces? Que los discípulos que aceptaban las recomendaciones y cuidados que él les daba, fueran para él y entre sí buenos amigos para toda la vida.

Operando el olvido*

Llevaba toda la semana diciendo que cambiaría ese foco fundido, pero nunca ponía manos a la obra. Prefería sentarse a ver la televisión en aquel sillón mullido con una lata de cerveza al lado. A sus pies se hallaba El Flaco, tan fiel y guardián como siempre. Ese día, sin embargo, no había luz.

Empezó a cambiar los canales casi por inercia cuando El Flaco comenzó a ladrar, lo cual era normal pues él solía alarmarse al escuchar cualquier sonido cercano a la casa, Sin embargo, los ladridos eran diferentes esta vez, eran impacientes y se alcanzaba a notar un atisbo de miedo en ellos.

Se paró y se dirigió a la cocina por otra cerveza, pero cuando abrió la nevera se dio cuenta de que la lucecita del interior no se encendía. En ese momento reaccionó y se dio cuenta de que era imposible que hubiese estado viendo televisión hace un rato porque todo el día había estado sin luz. Recordó los ladridos de El Flaco y volvió corriendo a la habitación.

Por fin estaba haciendo algo: pensar en qué demonios podía ser lo que causaba esta obscuridad tan repentina. El Flaco seguía ladrando; tal vez no estaban solos, esa podría ser la razón de tanta obscuridad.

Al regresar a la sala de estar, un sonido estridente hizo que él perdiera el equilibrio, que perdiera la cordura. El sonido agudo y profundo en los oídos que sucede a un gran estallido de sonido vino a él irremediablemente. El Flaco no estaba, él mismo no estaba. La rutina había cambiado, el olvido estaba operando.

En su mente ya no quedaba nada, ni recuerdos, ni experiencias pasadas; sólo representaciones de objetos, de palabras, de hechos. Sólo era ya “la silla”, “la cerveza”, “el perro”, pero ellos ya no le significaban nada. Apareció inerte, arrodillado –sus largos cabellos le cubrían el rostro mojado por el sudor–, en medio de la obscuridad de su profunda desesperanza. El tiempo se eternizó y él se perdió…

-¿Qué hago aquí?- se preguntó. Se dirigió a su baño y se observó en el espejo. Sabía quién era, pero no recordaba a nadie ni nada de lo que había pasado en su vida. De repente, una angustiante preocupación llegó a él; se sintió solo y las lágrimas le empezaron a desbordar. No entendía lo que había hecho, pero odiaba sentir esa terrible ansiedad.

El Flaco ladró de nuevo y su dueño despertó enseguida con la respiración agitada y el rostro empapado por sendos lagrimones. Parpadeó varias veces y vio que todo seguía igual: el sillón mullido, la casa sin luz, El Flaco a su lado, pero ciertamente ya nada era como antes. Pesadilla o no, el olvido lo había trastocado hasta el tuétano, dejando únicamente intacto el recuerdo de un foco fundido…

Hiro postal

*En coautoría con mis asesorados (Claudia, David, Lilian, Enrique, Jael y Laura).