Hace un tiempo escuché a una persona que respeto, decir que los primeros signos de la guerra civil se encontraban en la desconfianza de los ciudadanos entre ellos, y que esto era de lo más evidente cuando existía alguna organización que funcionara como policía secreta. En realidad, es obvio si uno piensa que una comunidad requiere que se viva mayormente entre amigos, aliados, o para decirlo de un modo más moderno (y también mucho más frío), debe poder confiarse en que la mayoría allí está interesada en el bienestar de la comunidad (para que no se congreguen nada más como las hormigas). Precisamente, la potencia de la policía secreta se encuentra en que cualquiera podría ser un representante del gobierno vigilante y adverso. Los castigos ejemplares son terribles y la indignación que suscitan también, pero es aún más espantoso que en un sitio así la posibilidad de distinguir entre amigos y enemigos se ha esfumado tanto como es posible. En tales circunstancias la comunidad no está tan segura de quiénes son la comunidad y quiénes son sus enemigos.
Nosotros vivimos en esto que ha sido llamado “la guerra contra el narco”, pero no nos ha pasado por la cabeza calificarla de guerra civil. No creemos que sea de verdad una guerra guerra. Que este nombre es sólo hipérbole para hacer más espectacular y memorable el evento es una afirmación implícita; esto, por supuesto, no se dice porque es de pésimo gusto hacer notar semejantes intereses superficiales cuando la cuestión es tan delicada como lo que estamos viviendo: nadie querría que piensen de él que prefiere el impacto mercadotécnico al respeto por el sufrimiento del vecino. Así pues, “La Guerra contra el Narco” nos suena como el título de una película, como un modo estentóreo de decir “La Lucha contra los Malos”. La ilegalidad de las actividades de los narcotraficantes nos inclinan a sentir que siempre que los medios de comunicación hablan de ello, nosotros estamos aún en la ciudad, nosotros somos los que condenan la ilegalidad y, por tanto, estamos del lado de los ciudadanos, los legales, los que no están en guerra consigo mismos. Nos seguimos viendo, cada vez que mencionamos esta situación, como si sólo existieran dos bandos; como el segundo es menos numeroso y no es reconocido por las leyes del país, no es verdaderamente uno de nosotros. Pero ellos no son extranjeros.
Es fácil poner en duda una noción tan sencilla. Pensaba, por ejemplo, en los policías, y en nuestra comprensión del cuerpo policíaco completo: a la mayoría parecen más una amenaza constante, imprevisible y de proporciones sumamente variables. A los policías se les considera estereotípicamente corruptos e ineptos, además de violentos con los que se supone que deben proteger. ¿O qué tal que pensamos en nuestros representantes en el gobierno? No creemos que representen ninguno de nuestros intereses realmente; y si acaso, sólo en lo que accidentalmente resulta que coinciden nuestros intereses con los de ellos. Esos son los grupos que principalmente vemos con recelo en lo cotidiano (quizá también habría que incluir a los marchantes de manifestaciones violentas o a los alborotadores en las escuelas públicas), pero seguramente cualquiera de nosotros conoce a varios más cercanos, menos estereotípicos, que actúan contra la ley. Cuando el gobierno decide que el ejército proteja alguna localidad, parece más bien que a ésta se le cierne una pesada condena, lejos de declararse su salvación. En realidad, no estamos tan seguros de a quiénes debemos considerar ciudadanos, a quiénes considerar como que son de los nuestros. Eso, con un poco de observación, no es otra cosa que decir que no sabemos quiénes son amigos y quiénes enemigos, no sabemos quiénes tienen poder para hacer qué cosas ni tampoco si cuando las hagan obrarán en nuestro favor. Desconfiamos de casi cualquier desconocido porque no hacerlo es peligroso; y los menos conocidos y desconfiables resultan ser los que más daño pueden hacernos, porque tenemos que actuar siempre suponiendo que efectivamente intentarán dañarnos así, si les reporta algún beneficio.
¿Es ésta la descripción de una ciudad? ¿No será la descripción de otra cosa? Las armas con las que desfilan los policías y los privilegios que amparan a los políticos más adinerados y mejor posicionados son más o menos la misma cosa para la gran mayoría de los habitantes del país: instrumentos de enemigos, recursos contrarios, fuentes de desconfianza y miedo. Cualquier grupo desconocido es para nosotros un tipo de juez que puede pasarnos castigo, de policía secreta no oficial. Darle más fuerza a aquellos de los que desconfiamos tanto no da casi nunca buenos resultados. Podría ser que el nombre de la guerra contra el narco no sea tan gran desatino, después de todo. Y también podría ser que lanzar la fuerza contra la fuerza no sea la manera más sensible de ganar una victoria digna.