El hubiera sí existe

Hay muchas expresiones a las que accedemos fácilmente porque estamos habituados a escucharlas. Alguna vez les concedimos la razón porque nos revelaron lo que creímos verdadero o porque escuchábamos que quienes las decían las pronunciaban con mucha seguridad. Luego la corriente cotidiana contribuye con su ruido a que olvidemos qué diferencia hizo en nuestras vidas saber eso que creímos saber; ya después que, como quien dice, nos mezclamos con ello, nunca más volvemos a prestarle atención a menos que algo haga que resalte de nuevo.

Por ejemplo, hemos oído muchas veces (o yo, por lo menos) que “el hubiera no existe”. Normalmente convence a quienes están más apegados al arrepentimiento y a la conmiseración a dejar de pensar en las circunstancias del fracaso para que no los absorba demasiado el pesar; no tanto que los incapacite para seguir adelante, por lo menos. Y es que cualquiera de nosotros que haya fracasado estando a punto de acertar en lo que planeaba se ha frustrado con la imaginación de los detalles que pudieron salir bien, de qué podría haberse hecho de otro modo, de qué hubiera sido mejor, ahora que ya es demasiado tarde. “Pero –dice este dicho–, calma, ya nada puede hacerse. Lo que hubiera podido pasar no es parte de nuestra realidad. El hubiera no existe, ocúpate de lo que hay frente a ti aquí, ahora”.

La intención así planteada me parece noble, pues quiere consolar al afligido, además de que lo disuade de andar de plañidero. Sin embargo, lo hace a costa de una sugerencia que vale la pena pensarse. Sugiere, pues, que a lo que el hombre debe atenerse es a lo presente, siempre a lo que tiene en este día preciso, y que la salida al fracaso está en el olvido de los planes pasados, cosa que fácilmente conduce a la conclusión de que es mucho mejor vivir sin planes y ya. No es gratuito que también se diga que “si quieres hacer reír a Dios, cuéntale tus planes”. De pronto, la vida humana se nos trivializa tanto que ya no tenemos razones para esforzarnos en ninguna de nuestras decisiones: donde no hay altas aspiraciones no hay malogro doloroso, y si de todas maneras el destino siempre nos juega chueco: ¿para qué cuidarse de hacer bien las cosas?

Esto ha estado a la base de un pensamiento más antiguo, uno que se ha erigido (y desde mucho antes de que hubiera dichos en español) sobre un argumento recurrido por muchos en todas las épocas: la acción humana es resultado de la decisión, y ésta siempre se toma con la pretensión de que en el futuro (lejano o cercano, da igual para este caso) algo sea como deseamos. Ahora bien, como nunca sabemos lo que ocurrirá en el futuro, las bases de la acción son ilusorias. Entonces es fútil decidir, y en última instancia, actuar. Se dice entonces que el “hubiera”, y en general todo tiempo subjuntivo, es una mentira que engatusa a los cándidos por el gusto que da suponerse poderoso como para cambiar las cosas, cuando son en realidad inmóviles. Así, en la realidad no vale la pena hacer nada más que dejarse acarrear por la corriente y esperar lo mejor. Quizá valga la pena ser piadoso, pero también eso está por verse: si mi piedad consiste en convencer a Dios o a los dioses de que me traten bien, estoy nuevamente confiando en mi poder para cambiar el curso de los acontecimientos. Sólo me queda ser observador quieto de mis bienes y mis males.

No es cosa fácil zafarse de este discurso; sin embargo creo que la fuerza de sus razones flaquea porque la conclusión está equivocada: saber que siempre actuamos con miras al futuro y que no lo conocemos aún, no quiere decir que no sabemos nada. Este planteamiento no toma en cuenta que tenemos límites y que más o menos los vislumbramos, aunque no por entero. Es decir, se construye sobre nuestra miopía y acaba por diagnosticarnos ceguera incurable. Pero no es lícito concluir de la dificultad de la previsión que la acción es irreal. Al revés, concluiría yo que más bien el futuro con todo y su nebulosa apariencia es más real de lo que solemos admitir. Buena parte de nuestra reticencia a acceder a esto es probablemente un dejo de positivismo por el que queremos que sólo sea tomado por verdadero lo que podamos tener frente a nosotros con certeza, y otra parte será quizá la facilidad de dejarse llevar por quien garantiza que no hay recompensa para el esfuerzo; pero sea como sea, decir que nuestras acciones no son importantes es completamente contrario a la experiencia de cualquiera. Lo que queremos que llegue a ser y lo que hubiera podido ser siempre es parte de nuestra realidad. Lo es en un sentido tan abarcador, que ni quien quiera dejarse convencer por este argumento de pereza puede librarse por completo de la presencia del futuro en toda su acción. Ni él evita el hecho de que ése se ha convertido en su plan y de que le atisba resultados futuros.

Esto no quiere decir que el porvenir se nos aparezca como magia, sino que nuestra imaginación todo el tiempo tiende hacia lo que ocurrirá, especialmente en lo que entendemos de lo que nos ocurre ahora. Y que la decisión humana sea así no es algo que podamos decidir nosotros, así es el pensamiento y así también ligamos lo recién pasado con nuestra memoria sin tener que efectuar ninguna voluntaria operación. En lo humano los planes siempre están presentes, siempre son verdaderos planes –aunque no se cumplan–, y ése es el modo en el que los vivimos todos con la mayor naturalidad. El único modo en el que podemos aprender de nuestros errores es reconociendo lo que hubiera sido mejor, y aún sin aprender de ellos, nuestra comprensión de lo que hemos hecho sería imposible sin los planteamientos imaginarios. Somos lo que hemos hecho, y la esperanza de acercarnos a saber quiénes somos desaparecería por completo si no pudiéramos detenernos en lo que nos hubiera gustado que pasara, en lo que hubiera sido mejor. Conocernos implica poder notar en nuestras acciones qué deseamos, y los deseos tienden al futuro. Es más, sin reconocimiento de lo que hubiera sido mejor o peor es imposible afrontar las consecuencias de nuestras acciones dando la cara por ellas y la razón de ellas, se cancelaría la responsabilidad. La pregunta por el modo en el que queremos vivir siempre incluirá un surtido hato de tiempos, indicativos y subjuntivos, pues en realidad, cuando pensamos que las cosas hubieran podido ser mejores no es “demasiado tarde” absolutamente: aunque seamos conscientes de que lo hecho no podrá cambiarse, no podemos dejar de confiar en que lo que está por hacerse aún es digno de que lo cuidemos, y de que nos cuidemos a nosotros mismos de hacer lo mejor que podamos.

1 comentario

  1. elexpresidente dice:

    ¡Me gustó mucho! El texto va haciendo un vaivén muy afortunado entre ambos extremos (todo es decisión y nada es decisión), y al final logra mostrar con mucha elocuencia algunos pormenores del ambiguo y móvil punto medio (que es el único verdadero, creo, aunque no haya manera de decirlo). También dejas muy claro algo que había sentido antes pero nunca sabido cómo decir: buena parte de la ingenuidad de las máximas prácticas que uno suele escuchar (en especial las que traen ondita new-age emprendedor-imparable-que-hace-su-propio-camino-en-un-anuncio-de-Johnny-Walker), están fundadas en una absoluta incomprensión de lo que es el tiempo.

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