La historia del viaje sin movimiento

El Dr. Gublazio, muy emocionado, se metió por fin a la cápsula. El trabajo de toda su vida iba a poder corroborarse por fin, iba a poder tener pruebas, sustento en la experiencia, verdad. Él era historiador y arqueólogo. El sitio tenía un olor muy parecido al de los carros nuevos recién abiertos, y sus asientos eran aún más cómodos. Páneles de todo tipo hacían evocar las viejas películas de ciencia ficción en las que todo brillaba y cientos de ininteligibles proyecciones bailaban frente a los protagonistas mientras ellos las movían sin razón en todas direcciones. El Dr. Gublazio sonrió y repasó en voz muy baja su pronunciación dudosa del español del siglo XII. No iba solo. Su acompañante, otro doctor pero joven y recién doctorado llamado Flántomo, con su despeinada cabellera y su cuello de jirafa entró también en el novísimo artefacto con los verdes ojos destellando impaciencia. Se veían curiosos los dos sentados allí, el más anciano muy pequeño, calvo y orejón viendo sus zapatos y repitiendo frases incomprensibles en un murmullo como un rezo; y el joven alto de nariz groseramente ganchuda volteando a todas partes para no perderse nada, en un silencio forzado por el sentimiento. Así, habían entrado a la vaina los dos primeros viajeros en el tiempo, y estaban listos para que el aparato los llevara a un pasado del que sabían muy poco.

Meses atrás, mientras planeaban el viaje los más altos científicos del mundo, habían discutido horas, días, y semanas qué lugar sería mejor visitar con la máquina del tiempo. Se preguntaban qué época era más importante mirar con los propios ojos, de dónde podrían aprender más. Inmediatamente surgieron los problemas porque todos los destinos tenían defensores con razones huecas y detractores armados de calumnias y falacias. Unos querían ir al tiempo antes de la humanidad para admirar a los animalitos que en ese entonces eran animalotes; otros, que opinaban que eso era el puro suicidio, querían visitar la época del Egipto antiguo para saber por fin cómo diablos habían construido las pirámides; los que dijeron que los egipcios eran genocidas esclavistas imperdonables querían hacer expediciones para admirar el Arca de la Alianza y la Mesa de Salomón; uno por allí quería conocer al Rey Gilgamesh, otro al Rey Arturo, del que expresó querer escuchar a Homero se rieron por no saber que Homero fueron muchos poetas cuyos nombres desconocen, y uno menos soñador tenía ganas de platicar con Napoleón; se dijo que el siglo XV estaba muy cerca para que valiera la pena, que la Atenas de Sócrates la conocíamos suficientemente bien por los libros (y que era un ambiente muy “libertino” para nuestra civilización), que lo que no habíamos visto ya de los prehispánicos era cómo hacían pozole de humano y venta de esposas entre parientes. Total, que entre la acalorada discusión se decidió que lo único prudente era construir una ruleta dividida en veinte partes, desde el siglo VI antes de Cristo hasta el XIV después de él, y se giró para que la suerte decidiera. Así fue como el Dr. Gublazio y el Dr. Flántomo, expertos en la Plena Edad Media, fueron designados como los más pertinentes para hacer una investigación de campo con ayuda de la nueva y brillante máquina del tiempo.

Los ánimos en la comunidad científica despegaron a tal altura que faltaba poco para que aplaudieran. La cápsula resplandeció con su extraña energía mientras su motor hacía maravillas cuánticas, y en un instante hizo al aire reventar al adaptarse cuan rápido pudiera al espacio en el que faltaba el aparato que segundos antes estuvo allí. El salto al pasado se había completado. Dos hombres del siglo XXII habían logrado llegar al 01 de Enero del año 1100 d. C. Los que se quedaron esperaron que sus exploradores regresaran con copiosas fotografías, videos, bitácoras y testimonios, quizá hasta con algún invitado; pero nunca volvieron. Y es que olvidaron los expertos ingenieros y físicos un detalle muy zonzo: que una máquina del tiempo no es también una máquina del espacio. Los dos científicos llegaron al Medievo al instante, pero llegaron al mismo exacto lugar del Cosmos en el que estaban en su propio siglo, y por infortunio o por simple probabilidad, el planeta Tierra no estaba en el mismo lugar en ese entonces. Pudo ser peor, podrían haber aparecido dentro del mar profundo o dentro de una montaña; así, por lo menos, miraron las estrellas mucho más bellas que lo que se veían en su mundo de domos y humo antes de que el espacio exterior hiciera de las suyas, y el proyecto fuera abandonado por varias décadas más.