Una bendición no dice nada entre los ateos, el bendito o el maldito son lo mismo en un mundo iluminado por las lumbreras que trae consigo la igualdad, en especial cuando ésta no se limita al ámbito de lo formal, como ocurriría en el momento de presentarse ante una autoridad legal que sólo es autoridad por que se le da ese nombre.
Cuando la igualdad llega hasta el ámbito de lo cualitativo ya no debemos preocuparnos por distinguir al bueno del malo, pues estas categorías se vuelven vacías y carentes de sentido en un mundo sin diferencia. Sin diferencia, ser bendecido o maldecido es algo que se queda en el decir. Y pensar que la maldición o la bendición se quedan en el decir y, decirlo de esta manera supone que el decir ya no tiene importancia, que da lo mismo lo que salga de la boca del hablante, porque el hablante mismo carece de valor como para ser distinguido y escuchado.
En cambio que la bendición o maldición tengan algún peso o importancia, supone que lo que se dice importa, porque importa el hablante que lo dice, de modo que no cualquiera bendice o maldice y no todos son igualmente benditos o malditos.
Así pues reconocer la importancia del bendiciente o maldiciente y la diferencia que hay entre ser maldito o bendito por el primero, implica no sólo el reconocimiento de la diferencia que hay entre ser una cosa u otra, sino entre aquél que entrega la bendición o maldición y el que la recibe.
De modo que la diferencia entre uno y otro trae consigo la distinción de una clara jerarquía en el mundo, la cual no puede estar presente sin un orden que se aprecia en todo momento, en todo lugar y en toda acción realizada por el hombre, sin que esa acción se convierta en una ilusión capaz de comprometer a la libertad del mismo.
Este modo de mostrar el orden que tiene la bendición o maldición permite que haya cambios en lo establecido sin que se comprometa la estabilidad de lo mismo: de tal manera que se siga una bendición de primogénito a quien sin serlo ha comprado tal derecho con un plato de lentejas.
Maigo