Para la confusión

Revisitando el salmo VI

1) Para el director del coro con neguinot.

En octava*. Salmo de David.

En tu enojo, Señor,

no me reprimas;

ni en tu furor

me regañes.

2) Compadécete de mí,

Señor, que estoy sin fuerzas,

que se estremecen mis huesos;

Señor, sáname a mí.

3) Conturbada tengo el alma,

y tú, Señor, y tú…

¿hasta cuándo tú…?

4) ¡Vuelve, Señor, y sálvame!

por tu compasión ven y sálvame.

5) ¿Y quién te alabará, si,

Señor, en la muerte no hay

memoria de ti?

6) Y a fuerza de gemir

yo me he consumido,

y con llanto al dormir

mi lecho he humedecido.

7) Mis ojos se van apagando

poco a poco por tristeza,

y viejos se van quedando

por enemigos que malvezan.

8) Que los malvados se alejen de mí,

pues el Señor ha escuchado

los sollozos que le dirigí.

9) Ha oído mi ruego

y aceptado mi oración,

el divino Señor.

10) Caerán sobre mis enemigos

la confusión y el error;

que volverán agazapados,

poseídos del rubor.

*Literalmente, el texto dice “en octava”, aunque para mí y para los comentaristas y traductores que he consultado nos resulta completamente desconocido lo que con ello el poeta quiso decir.

Escenas del terruño. La paz ha perdido a tal grado su sacralidad que ahora hasta se amenaza con ella…

Coletilla (con dedicatoria). “Resulta complicado sacar el máximo provecho a cualquier lugar, y mucho depende de nosotros”. Robert Louis Stevenson

La máscara

Cuando se quitó la máscara se dio cuenta de que quienes algún día fueron sus amigos lo habían abandonado. ¿Realmente podía culparlos? Y si ellos no eran los culpables, entonces quién, ¿él, la máscara? La responsabilidad de su soledad quedaba reducida al vacío en el que había vivido detrás de la máscara, escondiéndose en el útero de una nada, en una trinchera desde donde todo se confundía, se distorsionaba. Cuando se arrancó la máscara se le fue con ella el rostro, como se le habían ido los amigos, como se le había ido la vida misma. Una vida que ya no valía la pena vivir, nunca había valido, pero al menos habían estado el alcohol, las mujeres y la máscara. Ahora ya n quedaba nada. Ni siquiera el arrojo de quitarse la vida, pues como todo en su vida, no valía la pena.

Gazmogno

Hablando del Olvido I

Recuerdo incluso lo que no quiero. Olvidar no puedo lo que quiero.

El olvido es ambivalente, a veces es conveniente y a veces es perjudicial. Nadie quisiera tener la memoria de Funes, y al mismo tiempo todos vemos con compasión a quien olvida todo, incluso a sí mismo. Pero ¿Cómo hablar apropiadamente del olvido sin olvidar en el camino lo que se originalmente se pretende hacer?

Considerando al olvido como un acontecimiento opuesto al recuerdo, entonces podemos hablar del primero en un sentido negativo: olvido es pues lo contrario al recuerdo y a la memoria, es decir ausencia de los mismos. Sin embargo, tal parece que el sentido negativo no nos puede decir todo sobre el olvido, o sobre cualquier cosa; si bien entendemos que recordar es traer nuevamente al corazón aquello que ha sucedido, también entendemos que el olvido es la incapacidad para traer al corazón algo que éste ha sentido.

Pero esa incapacidad de traer a la presencia del corazón o de la memoria algo, no abarca todo lo que acontece con el olvido, pues hay momentos en que somos capaces de reconocer que algo hemos olvidado y, el desatino de la mente para tratar de traer a la memoria ese algo se hace presente con mucha, más frecuencia de la que solemos reconocer, podemos pensar en lo que vivimos cuando hemos de presentar algún examen.

Ciertamente cuando recordamos algo que habíamos olvidado reconocemos que ese algo estaba lejos de nosotros y, cuando logramos recordarlo lo hacemos con alegría o con dolor, pues la distancia entre lo olvidado y nosotros se ha perdido a tal grado que difícilmente evitamos sentir lo que ya habíamos experimentado, y también es cierto que recordar el algo que ocurre en ocasiones de manera voluntaria y en ocasiones de manera involuntaria.

Con el olvido no hay lugar para la voluntad, no elegimos lo que olvidamos, a veces conseguimos olvidar lo desagradable y a veces no, a veces deseamos recordar lo que es bueno, pero por más esfuerzos que para ello hacemos no conseguimos nada o peor aún lo conseguimos cuando ya es demasiado tarde, si pudiéramos elegir a voluntad muchos sentimientos de culpa desaparecerían y muchos delitos serían borrados, pero no es el caso y a menos que renunciemos a ser lo que somos lo será.

Quizá sobre el olvido se pueda decir tanto como lo dicho hasta ahora sobre el silencio, pues en cierto modo el olvido es el silencio en el que se sumerge el alma que se reconoce como olvidadiza, que no como olvidada. En cuanto comienza el discurso lo que se pretendía asir con él se escapa sin que nos demos cuenta de ello, el silencio se rompe con la palabra y el olvido queda hecho a un lado en cuanto para hablar sobre el mismo hemos de recordarnos cuando olvidamos.

Pero acaso es posible hablar cabalmente de la memoria sin reconocer los linderos de la misma en el olvido, de responder negativamente entonces la investigación sobre lo que sea el olvido se lleva consigo a la posibilidad de saber en algún momento qué es la memoria y por qué llegamos a recordar algo. Y sin poder decir qué es la memoria se nos pierde la posibilidad de decir con alguna claridad algo respecto a lo que somos los seres que la tenemos.

Pensar que es imposible hablar sobre el olvido, es olvidar que tenemos experiencia del olvido y es hacer a un lado que ésta ocurre con harta frecuencia, la suficiente como para que nuestro día se vaya en olvidar constantemente, olvidamos dónde dejamos las llaves, olvidamos hacer alguna labor, olvidamos algún trabajo y lo más importante día a día nos olvidamos de nosotros mismos mientas nos ocupamos en arreglar alguna otra cosa, que por lo general no es más que una fruslería.

Considerando el tiempo que dedicamos a olvidar es asombroso el poco tiempo que nos ocupamos de ver lo que pudiera ser el olvido en un sentido mucho más claro que el negativo, es decir, que lo contrario a recordar.

Maigo

La senda de los no perdonados

Sin preguntar, ni cuestionar con seriedad, afirman que Dios no existe. Esto es suficiente para dar el paso que se requiere para que la vida sea mera existencia. Una simple duda se convierte en el modo de ser: ¡y si Dios no existe! Aún no sé qué es más absurdo para quien se encuentra ante esta pregunta, que la duda sea mera curiosidad o que sea el motor de la angustia.

Ambos caminos dan un salto inexplicable, que va de la pregunta por Dios a la afirmación de su inexistencia, pero no tienen las mismas consecuencias. El que un día pregunta, sin la intención de tomar en serio su pregunta, ¿y si Dios no existe? No llegará a más que andar por ahí divulgando que Dios no existe (si es lo suficientemente ingenuo, con simpleza y sin angustia dirá: Dios ha muerto); con facilidad podrá pasar del, supongamos que Dios no existe… a, dado que Dios no existe, al hombre no le queda más que su propia existencia. Pero aquel que se pregunte seriamente por la existencia de Dios y responda que no existe, y pueda ver un poco más allá, se dará cuenta de la angustiosa y pesada vida que le ha tocado vivir. Una vida camino y sin sentido, más allá del que pueda darle quien la vive. Ninguna de la acciones que realice tendrán sentido a partir de que dé cuenta de su soledad, todo en lo que encuentre sentido, lo tendrá sólo mientras viva y para él (arbitrariamente da sentido a las cosas que no lo tienen y que morirán cuando muera). La muerte comienza a pesar, y a cada paso cuesta más trabajo dar el siguiente. La humanidad es un árbol en la nada de hojas perennes. Los hombres no son más que efímeros mortales arrojados a la tierra. No hay esperanza, sólo está uno solo. El reloj de arena que grano a grano se agota, cada grano que cae no es un día más de vida, sino uno menos. Para este momento, el peso de la angustia, que se vuelve casi el único pensamiento, es tan grande que cuesta trabajo mantenerse en pie (aquellos de mayor ánimo, que no andan a gatas, sienten el peso de su muerte a cada paso, hasta el punto que dejan de caminar para no caer). Lo más cercano a una amistad es un asidero, pero se complica cuando uno solo soporta su propio peso.

Lo curioso cuando uno no desea que el tiempo termine, y anda hasta que el último grano cae, ¡es eso!, andar hasta que el último grano cae. Parecería absurdo, pero todavía no lo es, en este punto todavía tiene sentido la vida. Si se sigue andando por la senda de los no perdonados, en algún tiempo, uno comenzará a darse cuenta que vale más la muerte, pero que no tiene sentido matarse. A mitad de la senda, preguntar si la vida vale o no la pena ser vivida tiene sentido; pera acá ya no, porque la pregunta misma no tiene sentido. Los que sin tomarla enserio, se pusieron su máscara existencialista, pronto creerán que son lo que aparentan ser, y vivirán como si fuera posible vivir así; se alejarán de los demás para saborear su trágica soledad y vivirán desgarrándose el ánimo con alcohol, creyendo que también pueden evaporarse.

El hombre que dice vivir el peso de su existencia, que estando arrojado a al mundo se vuelca en los placeres, es un hedonista jugando a hacerse el interesante trágico. Aquél que a mitad del camino se pregunta si la vida vale o no la pena ser vivida, y sigue viviendo, también se está engañando, la pregunta sólo es válida cuando las palabras temblorosas se hacen con una pistola en la garganta. Para quienes llegan al final de la senda los no perdonado, su destino es el más cruel y doloroso, serán devorados por la angustia del sinsentido. Lo que los une a todos ellos que andan por la senda de los no perdonados, no es pensar la vida como mera existencia, sino haber olvidado que la desconfianza a cualquier posible fundamento, parte de un supuesto que hicieron real: ¿y si Dios no existe?

Radiografía (inexacta) de un beso

“What’s in a kiss?

Have you ever wondered just what it is?

More perhaps than just a moment of bliss.

Tell me what’s in a kiss…”

Gilbert O’Sullivan

No es el mero acto de juntar nuestros labios presionándolos ligeramente unos contra otros lo que hace ser a un beso y quizá, al contrario de lo que muchos piensan, tampoco sea este su comienzo. El beso, me parece, comienza de más arriba, ahí donde se ubican los ojos: con una mirada para ser exactos; aquella mirada que se encuentra constantemente con esos labios que uno muere por besar.

Se cruzan entonces ambas miradas haciendo patente el deseo por besarse, instante que se torna en un momento mágico donde el tiempo deja de existir y el espacio infinito que hay entre ambos rostros se va difuminando hasta volverse un horizonte deliciosamente anhelado, mismo en el que se juntan los cuerpos para estrecharse en un abrazo inconcluso mas cálido.

El abrazo concluye cuando, estando los labios a punto de yacer en esa otra boca prometida, los párpados se cierran con dulzura, el pulso se acelera desbocado y un último suspiro profundo se inhala, aliento del que irremediablemente habrá de nacer nuestro beso.

Sin embargo, no es la íntima unión de los labios o de los cuerpos lo que lo dotará de vida sino el deseo de que el momento no se acabe nunca, el anhelo de querer permanecer atrapado ahí para siempre, la nostalgia de atesorar cada instante porque no se repetirá jamás y, sobre todo, la esperanza de que aquel beso deje su huella no sólo en la carne, sino también en el alma donde vivirá eternamente.

Hiro postal

Paradojas de la buena conciencia


 

Son modas aristocráticas

en cierto modo simpáticas

que ejerce hasta la vejez.

Mas te sientes en su tálamo

como a la sombra de un álamo

un verano en Aranjuez.

Vemos por televisión imágenes aterradoras: cientos de cadáveres envueltos en sábanas blancas atestando cuartos putrefactos mientras la voz de fondo afirma que los cientos de muertos son producto de las armas químicas empleadas por el gobierno sirio. Vemos por televisión imágenes aterradoras: cientos de profesores oaxaqueños golpeando granaderos y obstaculizando el tránsito por las calles como modo de presión para llamar la atención a la defensa de sus derechos. Cientos de imágenes aterradoras que exhiben impúdicas los abusos de la fuerza. Las buenas conciencias se preguntarán si nadie puede hacer nada para impedir el uso de las armas químicas. Las buenas conciencias se preguntarán si nadie puede hacer nada para impedir la obstaculización de la vida diaria. Las buenas conciencias pedirán que se contenga la fuerza y al mismo tiempo se invadirán de una extraña desazón que les hace sospechar que los abusos de fuerza sólo pueden contenerse con la fuerza. ¡Paradojas del progreso moral! La represión no se justifica porque no se justifica ningún abuso de fuerza, pero no justificándola nada impide el abuso de la fuerza. Ha sido hasta después de la Segunda Guerra Mundial que el hombre ha querido impedir el abuso de la fuerza en la guerra, que comienza a sonarnos raro que hombres como Ignacio de Loyola o Miguel de Unamuno defendieran el derecho de guerra. Ha sido hasta después de los años sesenta, tras asimilación de algún sofisma de Foucault, que toda fuerza perdió legitimidad. La abundancia de la buena conciencia tiene el efecto paradójico de acrecentar la violencia, pues negando la posibilidad de la fuerza justa la única manera de resolver una diferencia es el abuso de la fuerza. El progreso moral va mucho más adelantado que el progreso material y que el progreso intelectual, y paradójicamente acicatea al material para dotar de nuevas armas a la violencia y contiene al intelectual desviando su atención hacia el material como causa del moral. El progreso moral, paradójicamente, va acabando con la moral. Las buenas conciencias celebran la extenuación moral bajo el epíteto de tolerancia, pues es tan elegante y de buen gusto como los sepulcros blanqueados; quizá ya pocos saben lo que eso significa.

Námaste Heptákis

Coletilla. “En cuanto uno se permite tratar a los hombres sin amor, no hay límites a la crueldad y a la fiereza, y no hay límites a los sufrimientos que uno mismo se busca”. Lev Tolstoi

Chuang Tse

Cuando el anciano Chuang Tse se hallaba a punto de morir, observando que lo miraban desconsolados, regañó a sus discípulos diciéndoles: “¿Por qué no veo más que horror y desdicha en vuestros semblantes? ¿Acaso os lamentáis de mi partida? ¿O será que os horroriza mi semblante demacrado por el tiempo y la vejez? ¿Teméis terminar como yo, viejos y arrugados? ¡Os desconozco! ¡No habéis aprendido nada del maestro ni habéis comprendido un ápice de la doctrina! Si Chuang Tse se va esta noche, no es sino para volver, en otra forma, como otro carácter con el que el Dao va escribiendo el curso de las diez mil cosas. Así, en esta vida no he sido más que un signo, un ideograma, con que el eterno Curso se va escribiendo a sí mismo, y va escribiendo en nuestra piel como si fuera pergamino, arrugándola, marcándola con su indeleble tinta. No os espantéis, pues de lo que se trata no es de escapar a esta condición, sino de aprender a leer en nuestra piel las enseñanzas que el Dao nos muestra con la vejez.»

 

Gazmogno