El Último Día del Rey

Gritan los súbditos,

ruedan los cuerpos,

caen por la piedra

de las escaleras

orondos barriles

tronando su vino.

Gotean las cortinas

del último cuarto,

sisean las antorchas

lanzadas de pronto,

y gimen abajo

por los calabozos

las rotas calderas

tosiendo sus humos,

matando a los presos,

haciendo cenizas

las telas y el heno

y el grano y la fruta,

que aún en bodegas

yacían esperando

con ese mutismo

que tienen los campos

silentes de invierno.

Se aferran a puertas

y cubren sus rostros

los mozos perplejos

y quiebran sus huesos

los pobres ancianos

que intentan llegar

con sus pasos a ellos.

 

La tierra reclama

con graves rugidos

beber de la sangre

del Rey y su hueste,

que en años guardados

por celo de muros,

por piedras adustas,

por picos y fosas,

tuvieron los hados

de miles de hombres

dictados por juicios,

orados por jueces,

y luego cumplidos

por negros verdugos.

La tierra reclama

así por su sangre.

 

La noche ha tomado

al castillo erigido

por grandes ingenios

comprados con oro,

ahora lo encuentra,

antaño orgulloso

afianzado en un suelo

de tan dura roca

que allá por el pueblo

corríase el rumor

de que era una vena,

un cuerno, una hebra,

tan sólo una cosa,

materia compacta,

venida del centro

del mismo universo,

su punta tocando

adentro, muy dentro

la última alcoba

de algún ciego Infierno

que temen los hombres

paganos sin fe.

Ahora lo encuentra

la noche juiciosa

temblando en su llanto

lanzado en pedazos,

perdiendo sus torres,

ruinosos los techos,

haciendo invisibles

los nobles diseños

de pisos armados

y vigas talladas,

dejando su rastro

como una cascada,

mas pétrea, sin agua,

temblando, llorando,

gimiendo, escupiendo.

 

Se cimbra el castillo

del Rey que una vez

sometió siete tribus

usando tan sólo

su cetro y sus ojos;

de aquél que llamó

con su voz un halcón

y lo hizo acatar

su mandato, sumiso;

de aquél que viajó

a la ciudad maldecida

allende el océano

habitada tan sólo

por huesos añejos

en donde se dijo

que nunca jamás

nacería cosa alguna

si no antes el Sol

se calzara sandalias

y diera tres pasos

andando liviano

en sus altas llanuras,

y que tras rociar

la sal que bendijo

al consejo de sabios

por tres días de ayuno

orando al gran astro

nacieron ortigas

de un verde esmeralda

y copiosa cebada

tres veces más rica

que otra cualquiera;

de este gran Rey

ahora viejo en su silla,

su fuego apagado,

su amor extinguido,

su hijo enterrado,

su sueño cautivo

por voces sombrías;

de este gran Rey

ahora viejo en su silla

truena el castillo

con graves estruendos

como los de nubes,

con tristes bramidos

como los de bestias

heridas en caza

o sacrificadas

por cientos y cientos

en la misma sala.

El Rey en su trono

ve cómo se pierde

su cetro en la tierra

que, abierta, reclama

su sangre caliente

y cierra los ojos

clamando en silencio

que todo se limpie

con esta hecatombe

de toda su mancha,

de toda impiedad.