Balido sin lanas

por razones serenas

pasamos largo tiempo a puerta abierta

Carlos Pellicer

“Piensa qué maravilloso es estar con otra persona, totalmente distinta, con otras piernas y otra piel y otros ojos y es todo tuyo, todo, todo, puedes verlo todo y besar y tocar; cada manchita en su cuerpo, en cualquier parte donde esté y los vellitos dorados que crecen en los brazos, y cada surco, y cada cavidad de su piel que amó más de la cuenta. Y todo lo sabes: cómo camina, cómo come, cómo duerme, cómo se dispersan las arruguitas de su cara al sonreír, cómo piensa, cómo huele su cuerpo. ¡Y entonces te pones fuera de ti, como si fueran tú y él una misma cosa: con carne y piel te pegas a él y cuando hay amor no hay en la tierra mayor felicidad y es una sensación tan increíble! Y te diré que es más fácil no tener a alguien amándolo que tenerlo sin amor”. Así comienza la segunda parte de Alas de Mijaíl Kuzmín, primera novela gay de la literatura rusa. A más de un siglo de su publicación, su lectura se encuentra distorsionada por dos ideas que permean nuestra comprensión del fenómeno erótico: la idea del sexo y la idea del cuerpo. No por nada cada día es más normal creer que gay y homosexual son sinónimos, y que ambos son términos intercambiables para suavizar o recrudecer las expresiones; que el sexo a veces se condimenta con la pimienta del amor y en otras con la melaza de la lujuria; que el cuerpo es una máquina casi perfecta diseñada con un feedback regulador de sus procesos que opera mediante constantes liberaciones de energía libidinosa que cursilonamente se traduce en deseo; que nosotros los persignados andamos por el mundo moralizando un fenómeno tan natural como la lluvia veraniega o los tumores cancerosos; que la virtud y el decoro, atuendos sospechosos de los despreciadores del cuerpo, son fábula de la impotencia sexual del moralista o compensaciones psicológicas del acomplejado al que no alcanza la galanura; que el sexo como mecanismo de equilibrio dinámico del cuerpo nos ha hecho a todos más libres, más tolerantes y más humanos… a todos, menos a esos inanes puritanos que temen al placer o que subliman su vigorexia fálica en desplantes y excentricidades morales. No por nada, insisto, el fenómeno erótico ha pasado de ser actividad del asceta a exhibición del atleta, y por ese paso tanto un asunto de salud pública y educación sexual como de pornografía y visitadoras pantaleónicas. Es preocupante que la diferencia cada día sea menos clara, incluso entre quienes podrían tener mayores bases teóricas para notarla. Me refiero, específicamente, al alud de comentarios –del cual espero el presente no sea uno más- que desencadenó la declaración de su Santidad Francisco I sobre el juicio a la comunidad gay. Sí, como era de esperarse, cada quien escuchó lo que quiso escuchar, pues el padre Bergoglio habló como buen hombre de Estado. De un lado, no faltó aquel perspicaz que logró ver el dejo despectivo con que el obispo de Roma se expresó. Del otro, no faltó el suspicaz que expedito se armó con la declaración para, montado en las olas del horizonte, profetizar los nuevos tiempos de clara humanidad y calorosa fraternidad en el seno de la Iglesia, el Estado, la Ciencia, la Tecnología, los Derechos Humanos, el Rocanrol y, si todavía hay tiempo, dios… Ignoro lo suficiente sobre el Papa como para ofrecer la hermenéutica sucinta de su declaración. Siendo miope del porvenir, tampoco puedo ofrecer la engalanada fábula del prometedor futuro de la sociedad católica. Sin embargo, puedo notar la presbicia contemporánea en cuanto al fenómeno erótico, y señalar algunas ideas que nos alejan de la comprensión de la voz secreta del amor oscuro.

         Tras la declaración del pontífice han bajado desde las galeras tres ideas reformistas: que la Iglesia debe aceptar el sacerdocio femenino, que la Iglesia debe prescindir del celibato y que la Iglesia debe reconocer la existencia de sacerdotes homosexuales. Las tres ideas reformistas se fundan, inconfundiblemente, en una confianza exagerada en nuestros tiempos, nuestros saberes y nuestra superioridad sobre la tradición. Creemos saber más y mejor sobre la relación entre el fenómeno erótico y la experiencia religiosa. Ya “sabemos” que la diferencia sexual no tiene nada que ver con los roles sociales, y por tanto “suponemos” que nada distinguiría a un sacerdote de una sacerdotisa, es más, si ya otras “culturas” han tenido sacerdotisas, ¿por qué lo negaría la cristiana? Además, ya “sabemos” que la sexualidad es un impulso “natural” de conservación de la especie, por lo que exigir el celibato a un grupo de personas es “evidentemente” antinatural. Y además de “natural”, “sabemos” que en el caso humano se puede “diferenciar” el instinto de conservación de la especie del instinto de placer, que es un mecanismo natural en el que el individuo se juega su salud, por lo que rechazar o excluir a los homosexuales de la Iglesia es un acto, no sólo “evidentemente” antinatural, sino contrario a los principios “morales” que rigen nuestro mundo. La Iglesia, en su afán retrógrado, seguimos creyendo saber, es una institución caduca; reformarla, modernizarla, darle vigencia y volver a llenar sus templos, ha de ser cosa, suponemos saber, de modificar aspectos tan innaturales como los anteriores.

         La Iglesia corre un gran riesgo si, carente de análisis, se deja seducir por la “cientificidad” del saber contemporáneo. La diferenciación entre roles e identidad sexual, más allá de ser una construcción teórica que difumina la vida social (cual lo mostró Iván Illich en El género vernáculo), es inaccesible a la experiencia religiosa cristiana. Quizás hay muchas culturas en que hubo sacerdotisas, algunas más en que hubo ascetas, pero es propio de la religiosidad cristiana hablar de la divinidad de María, y a partir de esa experiencia resignificar la participación de la mujer en el seno de la Iglesia; o dicho de otro modo, el papel peculiarísimo que María desempeña en la encarnación de la Iglesia vuelve fatuo pensar en la posibilidad de sacerdotisas cristianas (la guía perfecta para comprenderlo es Karl Rahner en María, madre del Señor), así como resalta el importantísimo papel de las religiosas en la Iglesia (cual puede leerse en los escritos de Santa Clara de Asís o en la Historia de un alma de Santa Teresita del Niño Jesús). Asignar al sacerdocio el papel de rol y desarraigarlo del género es rasgar la experiencia prínceps de la vida espiritual cristiana, es despreciar para siempre la comprensión de aquel poema de Santa Teresa de Jesús que inicia diciendo

Hermana, porque veléis,

os han dado hoy este velo,

y no os va menos que el cielo;

por eso no os descuidéis.

El celibato tiene, aproximadamente, los mismos problemas de comprensión. Tras volver inaccesible la especificidad de la mujer en la vida de la carne, los “sabios” de nuestros días son ciegos al asunto de la carne misma. El celibato es antinatural si nuestra naturaleza no es carnal; si somos carne, el celibato es virtud. El Cántico espiritual y la Llama de amor viva nos enseñan el misterio de la carne. La educación sexual nos enseña los poco misteriosos vectores del deseo. Olvidar el misterio de la carne y la experiencia cristiana de la mujer nos hace confundir completamente lo que, en buen cristianismo, puede decirse de la voz secreta del amor oscuro. El centro del asunto está en qué es la carne y cómo es posible que el cristiano tenga una vida carnal virtuosa. El primer paso es notar lo que ya casi nadie ve: la realidad de la carne. Y el único modo en que podríamos volver a ver esa realidad es descubriendo la falsedad del cuerpo y del sexo. Sólo hasta que vivamos la inexistencia del sexo podremos comenzar a vivir la existencia de la carne, y sólo entonces comenzar el camino para una vida de virtud. El gran peligro de la Iglesia, de mi Iglesia, es que se acepte la homosexualidad como una realidad, pues significaría aceptar como reales al cuerpo y al sexo, y con ello rechazar la realidad de la carne. En la Iglesia no puede haber homosexuales ni heterosexuales, pues para el creyente la experiencia del otro es la de la ternura de la carne: solo el amor vuelve al mundo tierno.

Námaste Heptákis

Escenas del terruño. Otra vez, y va de nuez, que corren por las charcas de la habladuría política las propuesta para legalizar la marihuana. Desde la derecha se alega el término del negocio del narco; desde la izquierda, la reducción de la violencia. Ambos alegatos me parecen falsos y cortos de vista. El 26 de agosto de 2007, en las páginas del diario Reforma, Gabriel Zaid publicó, para responder a ambos puntos, el ensayo intitulado “El negocio de los narcos”, lo comparto a continuación.

 

Los ferrocarriles eran muy buen negocio en los Estados Unidos, cuando empezó el servicio de pasajeros y de carga por carretera. Para frenar la competencia, los ferrocarrileros cabildearon contra la construcción de carreteras; pero no pudieron detenerlas, fueron perdiendo mercados y su bonanza terminó.

En un famoso artículo publicado en la Harvard Business Review («Marketing myopia», July-August, 1960), Theodore Levitt los acusó de miopes: no vieron que su negocio era el transporte, no el ferrocarril. Pudieron haber ampliado sus operaciones a las nuevas vías. Estaban en una posición fuerte para competir, ofreciendo trayectos combinados de ferrocarril y carretera. Pero no vieron la oportunidad, sino el problema.

Hay quienes piensan que el negocio de los narcos es la droga. Ven que disponen de tecnología avanzada en la producción agrícola, la transformación industrial, el transporte, las comunicaciones, las armas, el desarrollo de nuevos productos. Que tienen ingenieros, abogados, contadores y otros universitarios bien pagados en sus departamentos jurídicos, científicos, logísticos, de mercadotecnia, relaciones públicas, finanzas. Que, para defenderse, tienen recursos superiores a quienes tratan de arrestarlos. Ante lo cual, The Economist recomienda una solución de mercado: arruinarles el negocio, legalizando la droga. Parece realista, y, sin embargo, es miope. El negocio de los narcos no es la droga, sino la prohibición. Mientras algo esté prohibido, tendrán oportunidades.

Supongamos que la droga llegue a ser un negocio lícito. El efecto inmediato sería un desplome de precios, lo cual aumentaría la demanda, pero no la rentabilidad del negocio. Teniendo ya montado el aparato de producción y distribución, y hasta mercancía almacenada, es de suponerse que, al principio, los narcos sigan vendiendo droga (pirata, frente a la legítima). Y que busquen mercados más prometedores, ya sea de lo mismo en otros países o de otra cosa prohibida en el país. Oportunidades no faltan. Están prohibidos los secuestros, el contrabando, el pirateo, la trata de blancas, la prostitución infantil. Tendrían que hacer estudios de mercados, estrategias competitivas, costos y planes de negocio para cada caso. Tendrían que considerar el riesgo de que también los secuestros, por ejemplo, se legalizaran. O de que el IVA se eliminara, para arruinar el contrabando. Lo que no es creíble es que optaran por arrepentirse, desmantelar sus empresas y meterse a un convento.

El crimen organizado en México fue la trastienda del Grupo Industrial Los Pinos. Estaba organizado como una franquiciadora del poder impune, de manera central y piramidada; con un control político supremo, porque también los franquiciados estaban sujetos al poder impune. Abusar de la franquicia podía acabar en perderla o, en caso extremo, ser tirados al caño (literalmente). El Señor Presidente era el jefe del Estado, del gobierno y de la trastienda. La monocracia por turnos de seis años le daba al sistema estabilidad. A diferencia del Porfiriato, no dependía de un hombre indispensable. Las franquicias porfirianas de poder impune eran espaciales (por estados o territorios), las del PRI, temporales (por turnos). Hoy, el poder impune ya no está franquiciado desde la presidencia: opera sin control, en una guerra de todos contra todos.

Según la Oficina de las Naciones Unidas Contra la Droga y el Delito, la cocaína puesta en México al mayoreo vale ocho millones de dólares por tonelada, pero 24 en los Estados Unidos; donde se vende al menudeo a cerca de 120 dólares el gramo (120 millones de dólares por tonelada). O sea que el negocio de pasar droga a los Estados Unidos tiene un margen bruto de 16 millones de dólares por tonelada, pero el margen para el distribuidor allá es de 96. El menudeo requiere mucho más personal (y más visible) que el mayoreo, pero tiene más valor agregado.

Extrañamente, la DEA no logra desmantelar el negocio seis veces mayor y más visible en su propio país. Pretende arruinarlo, eliminando el abasto externo. Doble miopía. En primer lugar, el abasto eliminado desde un país se mueve a otro. Invadir a Panamá y secuestrar a su presidente sirvió para que el abasto hoy se haga desde México. Pero, además, en el supuesto caso de eliminar todo abasto externo, ¿qué van a hacer los narcos de los Estados Unidos? ¿Meterse a un convento? Por supuesto que no. Van a sustituir las importaciones con producción interna, incluso de mejor calidad. O a desarrollar nuevas líneas de productos y servicios prohibidos. Los gánsteres no desaparecieron cuando terminó la prohibición del alcohol. Entraron al negocio de traficar cigarros y otros productos racionados durante la segunda Guerra Mundial, al agiotismo, los casinos, la droga.

Nunca faltan oportunidades en el mercado de lo prohibido.

Coletilla. Ayer, 2 de agosto, falleció el Maestro José Moreno de Alba, hombre de imponente sabiduría de la palabra, quien en Minucias del lenguaje ofreció a los lectores de habla hispana uno de los catálogos más didácticos sobre nuestra lengua, sus recovecos, tersuras y suturas, catálogo obligado para aquellos que, en teoría, quieren aprender a escribir bien. Descanse en paz.

Gazmoñerismo #81

En nuestros tiempos los amantes se desnudan sin darse cuenta de que el amor se les cuela entre la ropa.

Gazmogno

El Último Día del Rey

Gritan los súbditos,

ruedan los cuerpos,

caen por la piedra

de las escaleras

orondos barriles

tronando su vino.

Gotean las cortinas

del último cuarto,

sisean las antorchas

lanzadas de pronto,

y gimen abajo

por los calabozos

las rotas calderas

tosiendo sus humos,

matando a los presos,

haciendo cenizas

las telas y el heno

y el grano y la fruta,

que aún en bodegas

yacían esperando

con ese mutismo

que tienen los campos

silentes de invierno.

Se aferran a puertas

y cubren sus rostros

los mozos perplejos

y quiebran sus huesos

los pobres ancianos

que intentan llegar

con sus pasos a ellos.

 

La tierra reclama

con graves rugidos

beber de la sangre

del Rey y su hueste,

que en años guardados

por celo de muros,

por piedras adustas,

por picos y fosas,

tuvieron los hados

de miles de hombres

dictados por juicios,

orados por jueces,

y luego cumplidos

por negros verdugos.

La tierra reclama

así por su sangre.

 

La noche ha tomado

al castillo erigido

por grandes ingenios

comprados con oro,

ahora lo encuentra,

antaño orgulloso

afianzado en un suelo

de tan dura roca

que allá por el pueblo

corríase el rumor

de que era una vena,

un cuerno, una hebra,

tan sólo una cosa,

materia compacta,

venida del centro

del mismo universo,

su punta tocando

adentro, muy dentro

la última alcoba

de algún ciego Infierno

que temen los hombres

paganos sin fe.

Ahora lo encuentra

la noche juiciosa

temblando en su llanto

lanzado en pedazos,

perdiendo sus torres,

ruinosos los techos,

haciendo invisibles

los nobles diseños

de pisos armados

y vigas talladas,

dejando su rastro

como una cascada,

mas pétrea, sin agua,

temblando, llorando,

gimiendo, escupiendo.

 

Se cimbra el castillo

del Rey que una vez

sometió siete tribus

usando tan sólo

su cetro y sus ojos;

de aquél que llamó

con su voz un halcón

y lo hizo acatar

su mandato, sumiso;

de aquél que viajó

a la ciudad maldecida

allende el océano

habitada tan sólo

por huesos añejos

en donde se dijo

que nunca jamás

nacería cosa alguna

si no antes el Sol

se calzara sandalias

y diera tres pasos

andando liviano

en sus altas llanuras,

y que tras rociar

la sal que bendijo

al consejo de sabios

por tres días de ayuno

orando al gran astro

nacieron ortigas

de un verde esmeralda

y copiosa cebada

tres veces más rica

que otra cualquiera;

de este gran Rey

ahora viejo en su silla,

su fuego apagado,

su amor extinguido,

su hijo enterrado,

su sueño cautivo

por voces sombrías;

de este gran Rey

ahora viejo en su silla

truena el castillo

con graves estruendos

como los de nubes,

con tristes bramidos

como los de bestias

heridas en caza

o sacrificadas

por cientos y cientos

en la misma sala.

El Rey en su trono

ve cómo se pierde

su cetro en la tierra

que, abierta, reclama

su sangre caliente

y cierra los ojos

clamando en silencio

que todo se limpie

con esta hecatombe

de toda su mancha,

de toda impiedad.