Recuerdo de Tlatsautla

Cuando me bajé del tren y miré los maizales secos por el reciente frío, haciendo un contraste bien fuerte con el cielo añil de una noche muy joven, me congelé entero. Sí hacía fresco, como aquella otra vez, pero no fue eso. Fue una conmoción seguida de parálisis, nomás que sin el desagradable malestar que antecede a los ataques de la cabeza o el corazón; más bien fue como cuando se revive de súbito el sabor de un beso de juventud, fue el golpe de un hondo recuerdo que no me permitió moverme.

He de haber estado muy chico, y los insectos entre la vegetación sonaban igual o más duro que hoy, con una cantaleta que no significa nada para ellos como para nosotros. Ellos nunca recordarían algún otro día que sonara así. Yo pensé entonces que nos querían fuera y que por eso gritaban así. Mis tres hermanas y yo estábamos viajando con mi padre, y mi madre nos alcanzaría después, me habían dicho. No logro recordar cuál fue la última vez que la vi, pero supongo que estábamos en el patio metiendo la herramienta en la bolsa que se llevaba mi viejo justo antes de salir. Me acuerdo más o menos del apuro, de las groserías y los acicates para que nos moviéramos rápido, es más, me acuerdo medio difusamente de los ruidos aparatosos del tren y sus grandes maderos en los muros de algunos vagones; pero lo que más recuerdo del viaje es este extraño sentimiento al haberme bajado, al ver el maizal, de que todo estaba atrás. Me imagino que el astronauta de espaldas al mundo ha de sentir algo semejante con las estrellas menudísimas enfrente y la vida completa mirándole la nuca, él tan sólo pudiendo sospechar que sigue allí. Así miré la tierra levantada por los aironazos que llevaba lejos, lejos hacia el contrario del sentido de las vías, a donde estaba toda la vida y todas las personas y todas las cosas buenas y malas, atrás.

Ahora lo recordaba, pero no lo volví a sentir; no exactamente así. Esa noche habíamos escapado de Tlatsautla porque mi padre acuchilló a un hombre que había aumentado injustamente una deuda que se le tenía, y que había querido amedrentarnos con una pistola falsa –o eso me habían dicho. Yo no sabía eso entonces, pero sí se conoce en el mutismo de los familiares que algo no anda bien y que no se arregla con palabras, como cuando se incendia la maleza. Nunca estuve seguro de si mi padre supo que lo que había hecho había sido un crimen o si lo consideraba justicia; yo sabía muy poco. Esa noche tenía las manos sucias y no quería llevármelas a los ojos, de eso me acuerdo bien. La sombra de la hazaña nos persiguió a otros dos pueblos, pero no hubo en sus llegadas otro momento semejante; así como sé que regresar acá tampoco es igual: los trenes ahora no suenan como sonaba aquél, los que fueron ancianos ahora descansan en paz, los niños no juegan los mismos juegos ni llaman igual a las cosas, ni están los campos andados por los mismos pies que en ese entonces. Pero de todos modos lo mismo puede mostrarse de muchas maneras. Hoy que miro este mismo manto frío sé que el mundo que sentí de espaldas aquella noche lo tengo hoy bien al frente, y nomás espero que mañana que amanezca, ahora sí tenga tiempo de darme una vuelta o dos para conocer bien los alrededores y a su gente.