El Fondo

Hace años, muchos años, antes de que su nombre famoso se adelgazara en las memorias y las generaciones acallaran su eco, antes incluso de que los huesos se le llenaran de reclamos y los músculos de rencores, Jadgaalo se había preguntado muchas veces cómo sería el fondo del mar. Para él era una cosa común: el fantasma del Sol aún estaría vibrando en sus ojos cerrados por el espejismo sobre el agua, mientras él pensaba en la negrura plena, en el sonido amortiguado, en la gélida presión, en el corazón vibrante de la tierra más honda en lo más bajo del mundo. Le aterraba y, a la vez, lo invitaba a sumergirse en su pensamiento. La mayoría de las veces la pregunta se le había hecho silencio, pues tenía la impresión de que sus palabras estaban rengas, incapacitadas para compartir por entero su duda; cada una de las veces que la había expresado, las respuestas que recibía eran tan toscas como para convencerlo de que su pregunta no podía entenderse. Estaba seguro de que su pregunta era exclusivamente suya, y por eso casi siempre la callaba. ¿Cómo sería el fondo del mar?

Finalmente, como ocurre con todo lo que vino de las manos del hombre, las pesadas vigas del Gigante Glauco se deshicieron; el mástil corrompido, los camarotes rebosantes de agua salina, las velas derruidas ya hilos y pasta ligera, los hombres centenares de granos de polvo, los amores olvidados: todo había sido ofrecido a la fiera venganza del tiempo. El último aro de hierro aún completo se había hundido kilómetros en un viaje inexplicable del que sólo hacían parciales testigos peces y crustáceos, y especímenes cuyas raras características no han sido nunca investigadas por el ojo taxonómico. Y con el aro, al tocar el último de todos los pisos, por fin Jadgaalo supo cómo era el fondo del mar. La iluminación no era leve ni el ruido atrapado, ni tampoco hacía frío; en realidad, no hacía nada. No había allí luz ni sonido, ni aromas o gustos, ni sintió más presión; supo qué era ese atrio del centro de la tierra: el fondo era idéntico a él mismo.