El disfraz de maestro de obras había quedado muy lejos, allá en la ciudad, donde nadie que lo ve piensa otra cosa de él más que la extensión de sus habilidades con su herramienta y sus obreros. Los callos de las manos no servirían aquí para cargar mucho peso, apretar tubos metálicos o tallar superficies, servirían para asirse de la piedra más áspera al fondo de la caverna. Los días que la gente común y corriente usaba para descansar o para divertirse en sus pasatiempos eran para él los únicos días verdaderos, los únicos para trabajar en serio. Con su aspecto desgarbado y unos grandes ojos juguetones, nadie se percataba que Erdfano era en el fondo un explorador buscador de tesoros y cazador de recompensas. Su utensilio favorito era su detector de metales. El martillo viejo y el perico lo esperaban fríos en su caja desdeñada por unos cuántos días –la mayor cantidad que se pudiera–, y así, viajaba a pueblos lejanos con grutas o viejos cuentos de hombres del pasado, para hallar algún día la fortuna de algún desventurado enterrada lejos de la vista cotidiana.
Erdfano bajaba ahora por el hondísimo canal –mucho más de lo que le habían dicho en el pueblo– de las cavernas conocidas como las Tablas del Tiempo, Nemra Zohui en su dialecto autóctono. Nemra Zohui, según contaban la leyenda los deslavados descendientes de los habitantes originales de la sierra, era el sitio oculto de una cámara construida por los dioses para grabar en sus paredes las hazañas de los mortales desde el surgimiento de las estrellas hasta el último respiro del cielo. Estas cavernas las habían hallado los conquistadores y uno de sus capitanes, el señor Ambrosio de Vallegrán, las había explorado hasta el fondo en busca de un buen lugar para esconder los barriles de oro que excedían por mucho lo que le permitirían sus compañeros regresar a España sin quitarle un gramo. Esa exploración, se decía, había iniciado muy por la mañana de un día con lluvias fuertes, así que todos los testigos habían vuelto a sus casas antes de que los indios cargados de barriles y el guerrero ibérico retornaran a la superficie; pero nunca salieron: ni al día siguiente se les vio, ni ninguno de los muchos después.
“Mucha gente acaba enterrando sus cosas”, les decía Erdfano a los que trataba de convencer de que lo acompañaran, o a quienes explicaba su rara afición. Hoy sólo venía con tres más, todos bajando por una cuerda en improvisado alpinismo. Mientras luchaba con su lámpara, o desamarraba la soga con las mochilas, pensaba en todos esos hombres con todos esos barriles hacía cientos de años. Debían seguir allá, muy al fondo, los unos fallecidos y los otros olvidados, y esa voz de rumor había encantado su vibrante corazón. Después de una caminata por un túnel del que opinó que “no podía haber sido construido por gente de ahorita”, llegó con su contingente a una suerte de claro tan amplio como una meseta. Sorprendido y cautivado con una estentórea conmoción, saltó y corrió a mirar sus paredes. Buscó los barriles recorriendo con su lámpara en zancadas peligrosas el fondo pétreo de la cuenca enterrada.
Erdfano de pronto se paralizó. Frío y tembloroso por una risa que no escapaba a su pecho, miró con la claridad con la que se reconoce la silueta de un hermano a la distancia, los esqueletos de decenas de hombres. Muchos estaban casi por completo derruidos; pero otros eran más recientes. Había incluso uno con un casco de minero; otros llevaban palas o picos y, efectivamente, el grupo más antiguo tenía cerca barriles de madera deforme por la humedad. “¡Los indios de Ambrosio de Vallegrán!” exclamó contento; pero pronto algo más llamó su atención. El muro estaba brillando. Primero con un susto parecido al de ver de reojo el movimiento de un insecto grande, y después con la mezcla irreconocible de terror asombrado y una maravilla que no puede resistirse, el explorador miró que la luz de la pared venía del fondo transluciéndose, como si la roca fuera vidrio coloreado y detrás hubiera un potente fuego. Lo más sorprendente fue que el muro estaba tallado y la luz ígnea hacía brotar con mórbida delicadeza figuras humanas y sitios con árboles, animales, más personas, eventos completos. Erdfano se acercó a observar con detenimiento: reconoció de inmediato la representación tallada con todo detalle de la última casa que él y sus obreros habían levantado; estaba allí grabada en la piedra, con maestría imposible, y ahí estaba también él, inclinado sobre una carretilla. Mientras contemplaba con la boca abierta, más y más imágenes se le hicieron conocidas: estaba allí también su hijo, y las cosas que habían hecho juntos; estaban sus amigos minuciosamente retratados; estaban su mujer y su exesposa, y su evasiva amante; su escuela, el campo de su pueblo, la iglesia… pronto se percató de que estaba tallada la historia de toda su vida. Por supuesto, estaba también su viaje a Nemra Zohui.
El detalle de los últimos minutos era maravilloso: se pudo ver representado corriendo como caballo al galope por el frío piso de la cámara, miró también los barriles de oro tallados incluso con el matiz de la madera distinto al de los huesos polvorientos, se vio incluso sorprendiéndose por el muro tallado. A sus compañeros no volvió a verlos nunca más, pero a la representación de sí mismo en ese muro no podía quitarle la vista de encima. Pronto, Erdfano estaba mirándose mirarse, representado en ese mismo instante, haciendo lo que hacía y viendo lo que veía. Todas sus hazañas terminaban en ésta, y ésta no terminaba. Y no terminaba. Y no terminaba. Al buscador de tesoros el estupor le duró toda la vida, y antes el mundo mudó y se hizo otro que hubiera quien desenterrara de Nemra Zohui los barriles de oro del señor de Vallegrán.