La Última Historia

Lo mejor de todo el mundo había pasado ya y no regresaría. Él lo sabía muy bien, lo contemplaba en los anales de los grandes logros de la civilización y en la confianza que tenía en que había allí grandes cosas. Era confianza, o tal vez fe, porque era inverosímil que mirara cada hazaña registrada desde que se tenía memoria. Muchas de las cosas hechas y después guardadas para la posteridad se quedarían allí sin que nadie más las viera nunca. Él era el último hombre vivo en la Tierra, enfermo por la última peste, aterrado por el silencio mortuorio, y listo para registrar como el último de toda la especie la vida humana definitiva en estos grandes archivos. Desde hacía dos siglos se había iniciado esa tradición, y todo hombre escribía un breve registro de sus hazañas de consideración así como antes escribían testamentos, de manera que la historia estuviera siempre presente. Después de cerca de cuatrocientos años de haberse querido tomar en serio a la historia, se habían percatado de que no había sido aún suficiente, y que el único modo de saber bien siempre todo lo que ha pasado para resguardarse de los errores anteriores era que cada hombre escribiera su peculiar entrada en ese amplísimo registro. Cada vida humana tiene alguna peculiaridad, pensaban, que no puede pasársenos por alto cuando estudiamos a la humanidad y sus movimientos en el tiempo. ¿Cómo prevenirse de todo si no se conocen todos los posibles caminos? Ahora, la humanidad tenía conocimiento compartido, sabiduría constatable. Ahora podían estar seguros más allá de toda duda imaginable de que esta plaga ahora sí acabaría con todo. Él, el último, sabía que por miles de años las personas temieron a la muerte, y sabía de por lo menos una docena de casos en los que civilizaciones creyeron que el mundo se terminaba teniendo por pruebas las terribles marcas de la enfermedad. Hubo quienes corrieron a los templos a arrojar oro para apaciguar a los dioses y aun así murieron creyendo que nada seguiría; hubo quienes rezaron en conjuntos con ojos cerrados llorando de piedad, y murieron de igual modo; quienes sacrificaron a sus propios hijos sobre altares de piedra ennegrecida; quienes se arrojaron al mar a calmar su insaciable sed; quienes no sabían ya a qué templo acercarse o a qué cielo rogar. Hoy, sabía muy bien él, el mundo seguía y había seguido muchos años más, pero éste era el último. Todo lo que conocía se podía leer allí en las largas cuentas de las vidas. Pero cuando estaba a punto de sentar su registro, se detuvo. No fue el dolor de la plaga, ni el temor al final. Se dio cuenta, muy tarde tal vez, de que la historia ya no tenía sentido.

Pérdida

En la vida hay muchas pérdidas, unas son insignificantes, otras son dolorosas, tanto que pueden cambiar el rumbo de la vida de quien ha perdido algo. Niobe llora amargamente la pérdida de sus hijos y su llanto la convierte en una fuente de la que mana agua constantemente, su dolor es mucho y cambia su sonrisa burlona en un amargo y copioso brotar de agua salada. Sin embargo, la pérdida de esta mujer, que bien puede considerarse como una de las mayores tragedias habidas, no es la peor de todas las pérdidas que puede padecer el hombre.

Sin minimizar el dolor y el sufrimiento de la angustiada madre que pierde al hijo, o del sufriente amante que se encuentra ante la mortaja de la amada, es menester reconocer que lo fuerte de las pérdidas no se contabiliza por el dolor sentido, pues ni el dolor ni las pérdidas son mesurables, y de pretender tal absurdo se deja de lado lo más importante en ellos, lo que nos dicen sobre lo que somos.

Con lo anterior podría pensarse que pretendo mostrar el lado optimista de las pérdidas, decir que no hay por qué llorar y que lo importante es ver lo que se puede aprender de ellas, nada más alejado de mis intensiones que eso. De hacer tal cosa, las pérdidas no serían tales, y no tendría sentido explorarlas, con negarlas y ver hacia otro lado sería más que suficiente, tal como parecen hacer ciertos grupos que procuran ante todo dejar de sufrir.

No, mi intensión no es hacer que las pérdidas dejen de ser tales, es más ni siquiera pretendo dar consuelo a quien siente que ha perdido algo mostrándole que hay cosas peores, además tal método de consuelo no sirve para nada. Lo que intento en esta ocasión es examinar cuál sería la peor de todas las pérdidas a las que puede enfrentarse el hombre.

Hacer una lista de distintas pérdidas y jerarquizarlas sería tanto como medirlas, y el sentimiento de haber perdido algo no es mesurable, sin embargo siempre es posible reconocer que cuando perdemos algo somos capaces de vernos perdiéndolo y aun más, somos conscientes de la pérdida y de lo que ésta significa, nos vemos como seres que pierden y vemos a lo extraviado como algo que ya nunca regresará a nosotros o bien que ha de ser encontrado.

Pero, qué pasa cuando perdemos algo muy importante y ni siquiera vemos que lo perdemos, la experiencia cotidiana nos muestra que eso que hemos extraviado no nos preocupa sino hasta que necesitamos de ello, y en ese momento comienzan nuestros dolores de cabeza y angustias, las cuales serán más o menos intensas dependiendo de aquello que perdamos.

¿Y si lo que perdemos es a nosotros mismos? Mientras estemos perdidos en el camino y no nos percatemos de ello seguramente la tranquilidad gobernará nuestras almas, pero en el momento en que nos damos cuenta del extravío y vemos que ni siquiera sabemos en dónde estamos parados las puertas del infierno se abren ante nuestros ojos pasmados y, con temblores constantes reconocemos que la única manera de encontrarnos nuevamente es adentrándonos en el sitio que si bien no es agradable, al menos ofrece una posibilidad.

Cuando lo que perdemos es otro, es decir, cuando lo extraviado nos es ajeno en un sentido, aún nos vemos y nos reconocemos como lo que somos, en ese instante somos seres sufrientes que han perdido algo importante; pero cuando nos perdemos a nosotros mismos no somos capaces de reconocernos ni como seres que buscan, ni como seres perdidos, de hecho no nos damos cuenta de que estamos perdidos sino hasta que somos incapaces de reconocernos y suplicantes llamamos a alguien para que venga en nuestro auxilio, Dante tuvo a Virgilio, la mujer a la que le expulsaron siete demonios tuvo a Jesús, pero nosotros hombres confiados en la bonanza, más que en la razón, el sentimiento o cualquier cosa no tangible sólo tenemos a quien nos dice que lo mejor es ver lo que se puede aprender de las pérdidas, para no volver a cometer los mismos errores; y que sin importar por qué senderos vayamos por la vida lo mejor es seguir moviéndose para olvidar lo más pronto posible un sentimiento de pérdida que nos conduce sólo a perder el tiempo, de modo que es mejor perderse a sí mismo que perder el tiempo encontrándose, lo que nos da cuenta de cuan extraviados estamos.

Maigo

«Los nacidos para perder»

En la vida se nos enseña que hay que ganar y, dependiendo de la ocasión, sin importar lo que esto cueste; pero pocas veces se nos prepara para perder y una pérdida, cualquiera que ésta sea, siempre resulta difícil de aceptar. Podemos perderlo todo y perder en todo también: desde una moneda de 50 centavos hasta una propiedad de varios millones de pesos, desde un concurso de spelling bee (o deletreo de palabras) en la primaria hasta la oportunidad de obtener el trabajo de tus sueños, desde algún recuerdo bastante significativo hasta la persona que más hayas amado en el mundo; sea cual sea el caso, en menor o mayor medida, la pérdida siempre duele.

Habrá quien diga que lo material como sea se recupera, aunque eso no siempre es cierto. Puede que si pierdes una casa que te llevó toda la vida obtener, te sea imposible generar la misma cantidad de dinero que necesitarías para comprarte otra parecida en lo que te resta de vida. Ahora bien, incluso cuando lo material se recupere, no en todos los casos vuelve a ser lo mismo. Por ejemplo, no es lo mismo perder una pluma que compraste en la papelería a perder un separador de libros que te regalaron en alguna ocasión. La pluma la vuelves a comprar en la papelería y aunque no se trate de la misma pluma te sirve para escribir tanto como la otra; pero, en el caso del separador, no importa cuántos separadores te regalen, ninguno sustituirá al perdido, aun cuando provengan de la misma persona que te regaló dicho separador.

Más complicado se torna, creo yo, cuando se trata de cosas intangibles o bien irrecuperables, como son los sentimientos o pensamientos y los seres queridos. Qué no daría –supongo yo– un suicida por recuperar esos deseos de vivir nuevamente, pero no es como que pueda ir a la farmacia más cercana y preguntar “¿tiene pastillas para querer vivir?” o algo por el estilo. Muy parecido es el caso de quien muere de amor, pues aunque suene un poco cursi y hasta absurdo, tal parece que sí hay quienes mueren a causa de esto. Mi tía Genoveva, por ejemplo, era una mujer de 80 años, sin hijos y con problemas de diabetes e hipertensión que había sobrevivido a una cirugía a corazón abierto y nada de eso había podido derrotarla hasta que falleció mi tío Ricardo, su esposo y compañero de toda la vida, de cuya pérdida nunca logró recuperarse. Fue después de la muerte de mi tío que mi tía Chiquis, como todos le decíamos, comenzó a descuidarse y perdió esa autonomía que tanto la caracterizaba. Si bien es cierto que murió por una insuficiencia cardíaca, la causa real de su muerte fue la falta de ese ser a quien tanto amó en su vida, pérdida que le terminó quitando los ánimos de vivir y, por consiguiente, dejó que sus afecciones acabaran con ella.

Nadie pone en duda que lidiar con las pérdidas no es asunto sencillo y el hecho de saber esto no hace que el proceso sea más fácil, pero quizá el secreto está en no intentar recuperar lo perdido o, en todo caso, sustituirlo, sino aprender a dejarlo ir y a no aferrarnos a lo perdido a toda costa, buscándolo por todas partes como si no hubiera mañana; pues si ganar no lo es todo, perder lo es aún menos.

Hiro postal

De mi fe franciscana

Revisitando el salmo VIII

1 Al director del coro.

De la oda de Gat.

Salmo de David.

2 Señor, Dios nuestro.

¡Es tu nombre tan admirable

sobre la tierra toda!

Sobre los cielos ensalzaste

tu insondable gloria.

3 Entre los niños lograste

una alabanza en la boca,

con la cual levantaste

-el enemigo y vengativo en contra-

la fortaleza para callarle.

4 Cuando contemplo los cielos

que con tus dedos creaste,

o la luna y los astros

que muy sabio formaste,

5 digo: ¿Qué es el hombre

para que de él te acordases?

¿Y qué el hijo del hombre

para que lo visitases?

6 Poco inferior a los ángeles

has hecho a tu imagen;

y además lo coronaste

de la gloria y el donaire.

7 Tú le has dado facultad

sobre las obras de tus manos;

permitiéndole señorear

el mundo bajo sus pies:

8 rebaños de ovejas y toros,

y todas las bestias del campo;

9 las aves del cielo y los peces

que trazan sus sendas al nado.

10 Señor, Dios nuestro.

¡Es tu nombre tan admirable

sobre la tierra toda!

Coletilla. El pasado martes, en las páginas del diario Reforma, Roger Bartra ofreció una interesante reflexión sobre la situación política, reflexión que comparto a continuación. Se intitula “Rescatar la política”.

Vivimos una época en la cual la idea de revolución es vista cada vez más como una reliquia del pasado. No obstante, es una palabra que muchos invocan todavía como un conjuro para legitimar su discurso. En México hace años que la idea de revolución huele a rancio. Por otro lado, a muchas personas, entre ellas a una buena parte de los intelectuales y a muchos opinadores, les disgusta la idea de reforma, detrás de la cual sospechan que se oculta una política palaciega que hace pactos a espaldas de la gente. Por ello el Pacto por México, impulsor de reformas, es visto con gran desconfianza como una mesa de negociaciones que opera por arriba del pueblo. Esta actitud es una continuación del desprecio que manifestaron muchos intelectuales por la transición democrática, que se negaron a alentar un orgullo por el hecho de que México había logrado alcanzar una nueva condición política gracias a las reformas que permitieron derrotar al viejo partido autoritario, el PRI, en el año 2000.

Hoy, después del retorno del PRI al poder, si hay algo que está frenando los impulsos restauradores es precisamente el acuerdo de civilidad política que cristalizó en el Pacto por México. Por una vez que los políticos hacen su tarea, se enfrentan a una marejada de reproches que destacan su soberbia, sus oscuros o volátiles acuerdos y su secretismo. Se les recrimina que hagan compromisos al margen de las Cámaras de diputados y senadores, por arriba de los vaivenes de los grupos que integran los partidos. Se ve con malos ojos que el presidente de la República sea opacado por el Pacto por México.

Ciertamente, la clase política tiene una mala fama bien merecida. Sin embargo, las reformas que emanan del Pacto por México han desencadenado una discusión política y una confrontación de ideas que hace mucho no veíamos en México. Desde luego, ha habido también confusiones y lluvia de insultos. Acaso ha sido en el tema fiscal donde se han enfrentado con más claridad la izquierda y la derecha. Es decir, entre una izquierda que impulsa la base fiscal de un Estado orientado hacia el bienestar y una derecha que quiere adelgazar las funciones estatales para sustituirlas por empresas privadas. Hay una izquierda que impulsa un apoyo a los desempleados y a los jubilados contra una derecha que exalta el libre comercio, la competencia y la reducción del pago de impuestos.

Ha habido una curiosa versión mexicana del conflicto entre el presidente Obama y el Tea Party, por suerte con consecuencias menos peligrosas. Y además ha habido un sector sensato de la derecha que abiertamente (los priistas) o en forma soterrada (algunos panistas) ha tenido la sensatez de impulsar o no oponerse a la reforma fiscal. Han ocurrido también aberraciones, como el apoyo de López Obrador a la derecha que se opone a la reforma fiscal. O que la reforma hacendaria sea tachada de ser un paso hacia el totalitarismo y de tener un carácter socialista. A pesar de sus debilidades, incoherencias y contradicciones, la reforma fiscal ha catalizado un enfrentamiento clásico entre ideas socialdemócratas y partidarios del laissez-faire. Ante la reforma energética seguramente habrá más confusión, pues un gran sector de la izquierda reformista se opone a cambios en la Constitución para facilitar la modernización de Pemex. Hay pocos en la izquierda que entienden que es necesario un cambio sustancial en la política petrolera.

Pero una gran parte de la intelectualidad opinadora ha seguido fomentando un desprecio por la política. Es curioso y aberrante que haya una franja de posiciones que menosprecian a la política, a las reformas y a los políticos que las proponen, que incluye a empresarios conservadores, jóvenes anarquistas despistados, intelectuales radicales, sindicalistas marchitos, maestros al borde de un ataque de ignorancia, militantes populistas, ultraliberales de derecha y dirigentes en desgracia o marginados. El menosprecio a la política se ha extendido como una antipatía por las reformas.

La semana pasada el expresidente de Brasil, Lula da Silva, dijo: «¿Saben lo que me asusta? La facilidad con que las personas hablan mal de los políticos». Con toda razón a Lula le preocupa especialmente que jóvenes abandonen la política y apoyen a grupos de protesta violenta con la cara oculta. Sus palabras fueron un comentario a propósito de que en Río de Janeiro los maestros en huelga marcharon junto con los enmascarados del Black Bloc. Después de recordar que él siempre había luchado con la cara descubierta, pidió a los jóvenes que «no renuncien nunca a la política» y aseguró que «no existe salida fuera de ella». Ciertamente, sin política no hay reformas, y sin reformas hay parálisis. Es triste que en nombre de la revolución se auspicie el estancamiento.

Con cariño de papá

Lo odiaba. En esos momentos verdaderamente lo odiaba. Él decía que era por su bien, pero ella sentía en el fondo que le estaba haciendo daño. Aunque después se sobrepusiera, aunque terminara olvidándolo todo. Nunca se lo había confesado a mamá, no se atrevía. A pesar de todo, esos momentos creaban un lazo, una intimidad extraña en la que ella se sometía a la voluntad de papá, a su firmeza, a su violencia… a su cariño. Y eso le gustaba. No recordaba desde hacía cuanto, pero sabía que todo había empezado desde muy niña, desde bebé. Desde aquella vez que empezó a sentir el calor y las manos del padre sujetándola firmemente, abriéndole la boca, introduciendo violentamente el tubo y descargando ese líquido viscoso y amargo que le costaba tanto trabajo tragar. Lo detestaba. Detestaba el sabor y la consistencia así como detestaba a papá por hacerle esas cosas. ¿Y si se lo dijera a mamá? Pero ella tal vez no entendería, o la obligaría, pero sin esa complicidad que sólo con papá podía darse. No, tenía que aguantarse como la niña grande que era. “Ya no eres un bebé, pórtate como niña grande,” decía papá mientras la acariciaba suavemente antes de meterle el tubo a la boca. Y ella se limitaba a cerrar los ojos, abrir la boca y esperar a que apareciera ese viscoso sabor amargo que apenas podía tragar de tan hinchada que se le ponía la garganta. El asco le subía desde el estómago y un impulso le obligaba a querer zafarse, pero las manos del padre, firmes como el tubo que le presionaba la garganta, le sostenían la nuca obligándola a tragar. “¿Ves?”, decía el padre mientras guardaba el tubo en su lugar, “no ha sido nada, ya pasó, has hecho muy feliz a tu padre.” Aunque ultrajada, se sentía orgullosa de las palabras de papá. Lo había logrado, como tantas otras veces, y ahora casi sin poner resistencia. Pero, a pesar de lo cansada y adolorida que se sentía, sabía que al día siguiente se encontraría mucho mejor, pues el jarabe para la tos que le daba papá nunca fallaba, y aunque le daba asco el sabor, siempre le quitaba las molestias de la garganta inflamada por la enfermedad.

 

Gazmogno

La Ley Sinvergüenza

“Desaparece la abundancia para las querencias diarias
y aparece un sórdido maestro que, a muchos,
les iguala su temperamento a su fortuna”.

–Tucídides

Jamás he conocido a nadie que piense que las leyes de nuestro país son exacta y únicamente la justicia. Lo más cercano quizá serían las personas que argumentan que la única manera lícita de juzgar qué es bueno y qué es malo tiene que basarse en la legitimidad oficial y, por tanto, en la interpretación de la ley; pero son esas personas las primeras que obvian que hay modos justos y modos injustos de interpretar las leyes (aun quienes abogan que sólo los modos útiles son permisibles), y quienes primero sacan provecho de las posibilidades personales que les brinda tal maleabilidad. Incluso, para muchos de ellos la ley es más grave en la costumbre y el uso que en la escritura, y el modo en el que pueden hacerse las cosas es el primero en darse a interpretar. El modo en que deben queda siempre después, cuando se le considera.

Independientemente de las buenas, malas, muchas o pocas razones que puedan tenerse para decidirse por alguna posición de la cuestión, el hecho es que actualmente vivimos entre interpretaciones propias y ajenas de lo que es justo de un modo mucho más contrastante que entre quienes entienden la ley como simplemente justa. Llega a ser abrumador. Por un lado, no le veo lo malo a que cada uno de nosotros tenga la posibilidad de fortalecer su opinión sobre lo que cree justo; pero por el otro, la constante tensión hace que fácilmente esa misma opinión vaya perdiendo su peso común hasta que cada cuál iguala lo justo a lo inmediatamente útil para él (o los suyos). No quedan después de esa identificación causas para sentir vergüenza por hacer lo que sea, siempre que el provecho sea evidente.

Esta semana, un servidor de la Comisión Federal de Electricidad me dijo de frente y con una sonrisa que meneaba su bigote pintado de negro: “desafortunadamente, a veces mis compañeros se dejan sobornar. ¿Qué se le va a hacer?”. En nuestras condiciones, esta pregunta no es un modismo. ¿Qué se le va a hacer? Uno pregunta eso porque está obligado a pensar qué sería bueno hacer, qué sería justo y qué sería posible. Sólo en la imaginación nos queda representarnos esas condiciones en las que lo justo, lo legal y lo posible son la misma cosa, y en la esperanza que en una frase como la del servidor público tampoco sea modismo el “desafortunadamente”.

Un hombre solo no puede, por más justo que se proponga ser, ejercer su justicia sin consideración de la ley en la sociedad en la que vive. En nuestro caso, menos aún por cuanto resulta que la acción de este hombre justo imaginario no sólo estaría fuera de la ley, sino contra ella. Esto no está cerca de ser un pensamiento precipitado porque la ley escrita no es la vigente en un país donde se le cambia diariamente y donde los que la procuran más bien actúan según su concepción de lo más útil para ellos. Donde las leyes de nombre son farsas, la ley está en otro lugar. Es lo mismo que suponer que el más fuerte rige reconociendo solamente la victoria de su fuerza sobre la debilidad de los demás, a los que les queda solamente acatar su mandato o desaparecer. Yo, por lo menos, no tengo reparo en admitir que tal estado es, efectivamente, desafortunado y vergonzoso. Donde no queda ya vergüenza cada quién tiene, como dice Tucídides, su temperamento al mismo nivel que su fortuna.

Camino de la Vida

Es muy fácil extraviarse en el camino cuando éste nos es desconocido, resulta aún más sencillo perderse cuando sólo hay una oportunidad para recorrerlo; y en ésta nos jugamos todo. Muchas veces interpretamos a la vida como un camino que está ahí para ser recorrido, éste comienza con el nacimiento y termina con la muerte, ¿pero qué tan apropiada es la imagen de un camino para hablar sobre lo que es la vida?, ¿no será esta imagen propicia para justificar la irresponsabilidad de quienes aún no han llegado a ciertas estancias en ese camino?

La imagen de la vida como una vía que todos hemos de recorrer, es muy socorrida, y parece que lo es más ahora, cuando la vida es pensada como un suceder de etapas, como si éstas fueran partes un tanto separables unas de otras, tanto que se pudiera pensar que lo que hoy hace el niño en nada afectará la vida del joven, y que lo que hoy hace el joven ya no estará presente en el hacer del viejo.

Precisamente por lo socorrido de la imagen, es que me parece de especial interés ver a la misma desde un ángulo cercano y examinar si ésta es efectivamente apropiada para hablar de la vida, o más bien nos hemos perdido en la metáfora.

Dante inicia La Comedia señalándose perdido a mitad del camino de la vida, muchos dirán que con ello hace alusión a alguna depresión propia de la vida adulta, el examen que hoy nos ocupa no se enfocará en las depresiones que se presentan en el trascurso de la vida humana, porque éstas no ocurren con suficiente frecuencia como para usarlas de marcas en el camino que ha de recorrer todo ser humano, definitivamente las tristezas o alegrías no pueden servir como mojones en el camino, porque éstas no siempre ocurren.

Pensemos un poco en cómo es que alguien puede perderse en el camino y así quizá veamos cómo es que se piensa a la vida cuando se señala una vía para la misma. Para extraviarse es necesario que el camino nos sea desconocido, y que no sea único, es decir que se cruce con muchos caminos y veredas que se parecen entre sí, lo que hace que el caminante no logre llegar a su destino, es necesario para perderse que la vía que se ha de seguir se desdibuje para el caminante, ya sea por olvido, por descuido de quien distraído no ve por dónde camina o porque a empujones el caminante se ha visto obligado a salir de la vía que seguía antes.

La sensación de extravío supone la capacidad para reconocerse lejos del camino apropiado para llegar a donde se pretendía, y la posibilidad de encontrarse y tomar el camino correcto supone a su vez la capacidad para reconocer ese camino una vez que ha sido encontrado, lo que supone la vista de alguna señal que lo distinga como tal.

Así pues para extraviarse en el camino de la vida, será necesario pensar a la vida como algo que va más allá de nacer, pasar por varias etapas y morir, es decir, será necesario ver a la vida como aquello que constantemente se tensa entre la virtud y el vicio, de modo que permita a quien se pierde por un sendero retomar el otro; con los debidos trabajos que implica el cambio de una vía a otra, los cuales deben ser afrontados por el extraviado, y nada más por él, pues el camino que va realizando el caminante le es tan propio como la vida misma.

Ahora, si vemos a la vida como un camino seguro, es decir, bien definido y por el que todos hemos de pasar en algún momento, entonces cerramos la puerta a la posibilidad de extraviarse en el mismo, y por ende a la de encontrarse una vez que se ha reconocido la pérdida, lo que supone que cada quien hace en el trascurso de su vida lo que es  necesario y nada más, y si lo necesario es la locura ésta dejará de presentarse cuando se avance un poco en la vía que ya está trazada para el hombre.

Sin la posibilidad de extraviarse y con la seguridad de que en algún momento el propio camino marcará las acciones que se deben realizar, entonces el joven que hace idioteces no tiene porqué pagar por ellas, pues seguramente dejará de hacerlas en cuanto el seguro camino de la vida lo lleve a comportarse de manera diferente. Pensar así es negar la existencia de la virtud o el vicio, y es esperar que el tiempo haga que el idiota se vuelva inteligente y, que el imprudente adquiera la prudencia de la locura que le caracteriza.

Maigo.