La Asamblea de las Bestias

Gran parte de los entusiastas de una revolución política están influenciados en mayor o menor medida por un razonamiento que indica que es mejor actuar que quedarse sin hacerlo, y que detenerse a juzgar qué es mejor hacer y pensar cómo deberían ser las cosas es, no sólo pérdida de tiempo, sino una postura que lentamente corrompe el alma y termina por destruir cualquier esperanza de libertad. Los demagogos de la violencia dicen eso de maneras variadísimas; sus herramientas sólo acatan y arremeten. Otra forma en la que lo mismo suele exponerse es que de nada sirve saber cómo debería ser la vida humana si no se hace nada para que así sea. Los más pesimistas –de los cuáles probablemente muchos fueron de corazones revolucionarios en su juventud– más bien piensan que contemplar cómo deberían ser las cosas es ilusión fútil, que el intento de que sean así está condenado al fracaso, y que lo único a lo que puede lícitamente aspirarse es a la manifestación de lo que ya es tal cual es: feo, indignante e inaceptable. Ambas posiciones, tanto la del revolucionario encandilado como la del que quisiera serlo, descansan en la cómoda aceptación de que pensar en cómo deben ser las cosas equivale a no hacer nada.

Por otro lado, parece muy inverosímil suponer que la acción humana se reduce a los empujones y jalones que provocan cambios (desde los cambios de lugar hasta las reformas políticas). Es insensible admitir que la vida humana puede darse sin discursos o nombres de las cosas que se hacen. Y es que la palabra «acción» es tan peculiarmente humana, sólo metafóricamente utilizada para objetos inanimados o bestias brutas, porque la forma en la que el hombre se mueve siempre está acompañada de su pensamiento. La imaginación, compañera cumplidora, nunca nos deja mientras estemos saludables. Siempre apunta para todas partes: tanto a los recuerdos como a los proyectos y a todo lo que hacemos en tales momentos que llamamos «ahora». Más allá de esto, las preferencias en nuestras elecciones son bien evidentes, porque creemos que algo es preferible desde que elegimos hacer una cosa en vez de otra o de no hacerla en absoluto. El revolucionario cree que es mejor actuar que no actuar. El más impulsivo, reaccionario e impetuoso activista podría hablar de lo que hace, porque lo piensa. El revolucionario no es una piedra lanzada como con las que los bárbaros castigan a sus criminales hasta la muerte; su movimiento tiene una predilección bien verdadera. Así que ellos mismos no pueden evitar, por más que su ideología o el líder de su grupo los incline a rebatir, que su movimiento sea también pensamiento que elige lo que debería ser. De todos nosotros lo es. Nadie puede evitar que quien dice “no hay que perder tiempo hablando de lo que debe ser, sino invertirlo en que sea así”, está haciendo discursos que exponen lo que debe ser.

Puede que todo esto sea así; pero el odio es canijo. La verdadera inclinación detrás de las acciones violentas del revolucionario no es una ideología que lo convenza de que, efectivamente, la acción vence al pensamiento; ésa vuelve a ser una contienda académica decidida por discursos (con lo que irónicamente parece concedérsele victoria a los eruditos en las aulas). Aun la afirmación: “el pensamiento y la acción, los discursos y las hazañas, están entrelazados todo el tiempo”, termina siendo palabrería para el revolucionario indignado; porque el que levanta las armas y olvida la posibilidad de la palabra ya está más allá de los medios humanos para hacer lo que más se merece el nombre de política: discutir sobre qué es mejor y qué es peor, discutir sobre lo preferible, sobre lo posible, y elegir para la ciudad. El que ya no quiere escuchar nada sobre cómo podría ser mejor y está ya cerrado a la posibilidad de que no hayamos encontrado aún modos de conseguir una mejor vida, está impedido para la política. Es un extranjero sin ley. Éste ya no tiene ciudad a la cuál responder, ya no tiene patria más allá del clan de los que, como él, han repudiado la palabra y creen que la única razón que queda por probar, es la razón de fuerza mayor.

Tal vez habría que cuidarnos menos de los quejumbrosos y más de los sembradores de odio. Habría que cuidarnos mucho, porque nada impide que en algún momento dejen de existir las condiciones en las que todavía hay una ciudad en la que la política es posible. Eso, esperando que no sea ya demasiado tarde.