Cuando la pequeñez no es extremo

Para A. C.

Pasamos nuestra vida como una tensión entre los extremos e intentamos que la casualidad de lo diario no termine por rompernos. Diacrónicamente los extremos se llaman juventud y vejez; mas el tiempo actual rara vez permite el medio entre ambos: la maduración. El tiempo actual se llama progreso y el progreso es una subversión de la decadencia natural de los tiempos. El progreso nace para sobreponerse al declive natural –esa gravedad de la existencia desde la que se divisa el milagro de la gracia, según nos enseñó a verlo Simone Weil-, mas la superposición, violenta al movimiento natural de tal manera que lo pone en el mayor de los peligros: la eterna decadencia. La impaciente juventud y la cetrina vejez se erigen paulatinamente como los estados normales de la vida humana: el hombre que no quiere dejar de ser un joven impaciente o aquel que se refugia en una vejez persistentemente aletargada. Como si las imágenes fabulosas de Peter Pan y Titono derivaran en la plástica pesadilla de Michael Jackson y Utnapishtim. El progreso extrema la vida hasta el más doloroso de los puntos de quiebre. Lo ha visto con claridad, y lo dijo sintéticamente el pasado 1 de octubre, el Papa Francisco I: “Los grandes males que afligen el mundo son el desempleo de los jóvenes y la soledad en que se ha dejado a los viejos. Los viejos necesitan cuidados y compañía; los jóvenes, trabajo y esperanza”. Pues son esos jóvenes eternamente jóvenes quienes desesperan de su propia vida y se les va la vida con ello. Pues son esos viejos persistentemente viejos quienes otean solitarios el panorama para sólo adornar el paisaje con la distorsión adusta que las lágrimas permiten a sus ojos. Para madurar necesitamos esperanza y compañía, necesitamos la gracia y el milagro, esforzarnos por avivar la llama de la fe en medio de la tempestad llamada progreso. Ante la inmensidad del progreso quizá sólo nos queda hacernos muy pequeños, tan pequeños como un grano de sal que carga su propia cruz (Lucas 14:34), que vive su pequeñez mientras pasa el inmenso mundo, con la inmensidad de su vida y de sus vanidades.

Námaste Heptákis

Escenas del terruño. El pleito entre Carmen Aristegui y Laura Bozzo es un símil demasiado caricaturesco como para que la realidad lo haya inventado, pues semeja tanto a las disputas ideológicas nacionales que sus dimes y diretes cumplen la función de un cruel espejo. Quizá sea coincidencia, pero ambas se disputan a los pobres y oprimidos del mismo modo que las diestras y siniestras ideológicas. El afán manumisor de la revolución continúa siendo el gran ideario nacional.

Coletilla. “Mi vida literaria transcurrió entre una época en que los hombres habían empezado a abandonar la felicidad por desesperación y otra en que corrían el riesgo de perderla por presunción”. G. K. Chesterton