Hay un aspecto del olvido que casi nadie quiere ver, pero que en muchas ocasiones se hace presente, a veces, las menos, con provecho y gusto, otras dolorosamente; sea como sea siempre estamos propensos a padecer el olvido, ya sea el propio o el ajeno. Cuando olvidamos nos pesa no recordar lo deseado, cuando somos olvidados, a veces, lo que nos pesa es el silencio en el que nos sumerge el otro, un silencio que aplasta y desgarra el alma, y que a pesar de su cualidad destructiva es incapaz de atraer una mirada que no sea la propia.
El olvidado se sabe tal, se siente tal y se duele o alegra por su situación, el que olvida no logra ver en el olvidado algún remanente de lo que con éste vivió, no siente alegría o tristeza por hechos y acciones pasados, quizá siente desconcierto ante la presencia del olvidado y en algunos casos es posible que sienta la angustia que acompaña al deseo de recordar y a la imposibilidad de hacerlo.
El olvido puede ir acompañado de algún sentimiento, que puede ir de angustia a alegría, dependiendo del caso, angustia cuando resulta pernicioso, ya sea olvidar o ser olvidados, alegría cuando del olvido se puede sacar algún bien. Esta perpetua compañía se ve constantemente nos alegramos o entristecemos al recordar, nos sentimos aguijoneados por algún sentimiento cuando notamos que algo hemos olvidado, o bien que nosotros mismos ya no estamos presentes en la memoria y en el corazón del otro.
Sin embargo, a pesar de la presencia de los sentimientos que acompañan a la conciencia de olvidar o de ser olvidados, muchas veces confundimos al olvido con la indiferencia, y esta confusión no es baladí, ambos implican de algún modo el silencio y ambos cargan consigo la ausencia.
Del olvido no nos percatamos sino hasta que algo se escapa de las sombras del mismo, es decir, cuando anuncia su existencia y nos mueve a buscar más o a tratar de hacernos más presentes en el corazón de aquellos que por alguna razón ya no nos tienen presentes en su memoria, pero que en algún momento nos tuvieron, así como en algún momento también tuvimos lo que hemos olvidado.
De la indiferencia en cambio, no nos percatamos sino hasta que alguien ajeno la señala, pues la ausencia de sentimiento respecto a lo que tenemos presente nos impide prestar la atención debida a lo que pretende hacerlo. De hecho la indiferencia no necesariamente exige la presencia del olvido, podemos tener frente a nosotros aquello a lo que debemos cierto cuidado y no por ello prestarlo, pues somos incapaces de reconocer esa necesidad.
La indiferencia no se retira cuando se presenta lo que nos pide atención, si en algún momento lo hace es cuando otro, algo ajeno a lo que lo que se presenta y trata de tener nuestra atención, nos mueve a ver en lo presentado la necesidad de nuestro cuidado, en cambio el olvido comienza a retirarse en cuanto lo olvidado se asoma y aguijonea al alma para que ésta lo busque, o lo reciba, ya sea con dolor o con alegría.
Así pues, el olvido en el cual es sumergido el olvidado no es tan terrible como la indiferencia en la que es abandonado quien estando presente no es capaz de mover al otro en ningún sentido y que debido a su incapacidad está a merced de lo que mal pudiera ser tachado como el más cruel de los olvidos.
Maigo.