Una discusión es de cierto modo un intercambio. Los dos o más que intentan llegar a un acuerdo no podrían hacerlo si no tuvieran algo que dar y disposición además para recibir algo más. Una discusión, por eso, involucra a quienes están abiertos cambiar de parecer. Siempre que escuchamos con atención intentamos entender al otro, y eso nos cambia aunque sea en la pequeña medida de lo que antes no sabíamos y ahora creemos conocer. También tenemos una convicción por mostrar por qué pensamos lo que pensamos, y por lograr ese cambio en quien nos escucha a nosotros. Las conversaciones nacen entre interesados, y los interesados no abandonan lo que les concierne tan de cerca. La mayor parte de lo que vemos, sin embargo, ocurre al contrario: muchos dicen lo que “opinan” sin reparo en las consecuencias de su manifestación, y muchos disfrutan de más la estimulante tensión de la contienda (se dé en una pelea de box o en una riña de palabras, es lo mismo). Sin embargo, esto no quiere decir que la verdad del mundo sea que las conversaciones son imposibles y que nunca han sido en realidad de ningún provecho; eso puede parecerle a algunos porque por su abundancia estamos más acostumbrados a los simulacros de las discusiones. Estamos rodeados de cosas que parecen ser diálogos y que tienen su forma en el encuentro de dos que hablan, pero que carecen de la intención de acordar. Nos invaden estas charlas falsas que tienen cosas que parecen respuestas y cosas que parecen puntos de vista. Tenemos la semejanza, como en un espejo opaco, de posiciones respecto a temas de interés común. Es muy fácil dejarse llevar por la apariencia. Lo más preocupante no es la falsedad en “las oraciones”, por así decirlo: la disposición de cada quién está en juego. Nadie abandona a drede una conversación que verdaderamente le interesa. Hay que aprovechar las señales de la farsa para observarnos a nosotros mismos, pues querámoslo o no, estamos muy expuestos a convertirnos sin habernos dado cuenta en simulacros de conversadores.