La Última Historia

Lo mejor de todo el mundo había pasado ya y no regresaría. Él lo sabía muy bien, lo contemplaba en los anales de los grandes logros de la civilización y en la confianza que tenía en que había allí grandes cosas. Era confianza, o tal vez fe, porque era inverosímil que mirara cada hazaña registrada desde que se tenía memoria. Muchas de las cosas hechas y después guardadas para la posteridad se quedarían allí sin que nadie más las viera nunca. Él era el último hombre vivo en la Tierra, enfermo por la última peste, aterrado por el silencio mortuorio, y listo para registrar como el último de toda la especie la vida humana definitiva en estos grandes archivos. Desde hacía dos siglos se había iniciado esa tradición, y todo hombre escribía un breve registro de sus hazañas de consideración así como antes escribían testamentos, de manera que la historia estuviera siempre presente. Después de cerca de cuatrocientos años de haberse querido tomar en serio a la historia, se habían percatado de que no había sido aún suficiente, y que el único modo de saber bien siempre todo lo que ha pasado para resguardarse de los errores anteriores era que cada hombre escribiera su peculiar entrada en ese amplísimo registro. Cada vida humana tiene alguna peculiaridad, pensaban, que no puede pasársenos por alto cuando estudiamos a la humanidad y sus movimientos en el tiempo. ¿Cómo prevenirse de todo si no se conocen todos los posibles caminos? Ahora, la humanidad tenía conocimiento compartido, sabiduría constatable. Ahora podían estar seguros más allá de toda duda imaginable de que esta plaga ahora sí acabaría con todo. Él, el último, sabía que por miles de años las personas temieron a la muerte, y sabía de por lo menos una docena de casos en los que civilizaciones creyeron que el mundo se terminaba teniendo por pruebas las terribles marcas de la enfermedad. Hubo quienes corrieron a los templos a arrojar oro para apaciguar a los dioses y aun así murieron creyendo que nada seguiría; hubo quienes rezaron en conjuntos con ojos cerrados llorando de piedad, y murieron de igual modo; quienes sacrificaron a sus propios hijos sobre altares de piedra ennegrecida; quienes se arrojaron al mar a calmar su insaciable sed; quienes no sabían ya a qué templo acercarse o a qué cielo rogar. Hoy, sabía muy bien él, el mundo seguía y había seguido muchos años más, pero éste era el último. Todo lo que conocía se podía leer allí en las largas cuentas de las vidas. Pero cuando estaba a punto de sentar su registro, se detuvo. No fue el dolor de la plaga, ni el temor al final. Se dio cuenta, muy tarde tal vez, de que la historia ya no tenía sentido.

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