Secreta alegría

 

Vistas al crisol de la cristiandad, muchas de las alegrías modernas son profundamente tristes: alzar la vista creyendo expandir los límites sagrados y sólo comprobar lo mucho que se ha caído de los límites profanos. Visto modernamente, el individuo es perfectamente capaz de distinguir su propia situación y juzgar sus posibilidades para la optimización de la vida. Un hombre enfermo que en pleno uso de sus facultades opta por la eutanasia para poner un límite digno a sus sufrimientos terrenos es una confirmación de la libertad moderna, es la alegría de disponer de su propia vida, es la alegría de los altos vuelos que caracterizan al mundo moderno. Sin embargo, en cuanto se piensa que ese hombre está renunciando a vivir porque ha dado más importancia a sus dolores, a la medicalización, a la solución de sus problemas, que a la propia vida; en cuanto se piensa que cerrar la puerta al sufrimiento es salir por la puerta trasera de la vida; en cuanto se piensa que elegir la muerte es afirmar la libertad, también se piensa en lo mucho que ha degradado su propia consideración de la vida: lo que desde un lado es la alegre renuncia al dolor, desde el otro es la triste renuncia a seguir viviendo, es desprecio a la vida. Y todo esto viene a cuento por la polémica que, en el seno de la Iglesia, ha desatado la reciente declaración del teólogo Hans Küng sobre su propia elección: “el ser humano tiene el derecho a morir cuando ya no tiene ninguna esperanza de seguir llevando lo que según su entender es una existencia humana”. Küng afirma la libertad moderna a partir de la desesperanza y a partir de ahí ha elegido su propia muerte: “no estoy cansado de la vida, sino harto de vivir”. Y mayor revuelo, lo cual no es causa de sorpresa en el ambiente vulgar en que vivimos, han causado las declaraciones de la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre el caso, quienes reiteran que la opinión de Küng no es acorde a la doctrina católica. Los detractores simplones del catolicismo han lamentado la respuesta oficial y se han escandalizado por la cara “tan inhumana” que la Iglesia ha mostrado. Mas esos detractores simplones no son más que los modernos mismos que se meten a opinar sobre la Iglesia como si se tratara de cualquier otra institución. Esos modernos que tildan a la Iglesia de inhumana creen que es insulto lo que en realidad es su mayor virtud: porque la Iglesia es inhumana es por lo que todos nos cubrimos en su manto protector, por lo que los creyentes nos libramos del hartazgo de vivir y afirmamos con esperanza la existencia humana. Esa misma Iglesia es la que toma por hijo a Juan cuando Jesús muere en la cruz; esa misma Iglesia es la que toma en sus brazos a Jesús en la inolvidable escultura de Miguel Ángel; esa misma Iglesia es la que nos permite vivir in spe salvi. La Iglesia debe ser inhumana, porque es el símbolo de la mayor degradación en la historia del cosmos, de la superación de la brecha infinita que respira en las llagas del Dios encarnado. La Iglesia debe ser inhumana porque es divina y por su divinidad ha de volver a elevar las miras del hombre. Los sufrimientos y dolores de la vida se aniquilan y se vuelven vanos cuando no tienen razón, pero en el seno de la Iglesia esos mismos dolores y sufrimientos son la renuncia a la vida humana y la asunción de la vida eterna. El cristiano no necesita eutanasia, pues para él la muerte no es problema. La verdadera felicidad está en cargar la cruz a cuestas con la secreta alegría de saberse salvado; ese es el crisol de la cristiandad.

Námaste Heptákis

Coletilla. “La cruz es el vestido de Cristo, como la humanidad de Cristo es el vestido de la divinidad”. Isaac de Nínive