En la pequeña habitación, única de toda la casucha que había quedado intacta después de la malaventura, el comandante Cámpsai se sentó en su vieja silla de mimbre tejido. Las bolsas bajo sus ojos nunca habían pronunciado tanto su vejez como esa noche. Los hondos surcos de su cara como hendiduras de maizal hoy parecían más bien fosas mortuorias. Sus manos aún se sentían pegajosas, pero no volteó a verlas por el desagrado que seguro le causaría mirar su diestra sosteniendo el cálido vaso de armañac. No quería arruinar su trago. Quiso suspirar, pero inmediatamente recordó la tarde que condenó a muerte al más joven de Armeto, y antes de jalar el gatillo éste había suspirado con el aliento tembloroso. “Como tu padre, collón”, le dijo para coronar el estallido que terminó las negociaciones. No, no suspiraría. Dio otro trago más. Frente a él, única fuente de luz, los últimos chispeantes leños todavía tenían la fuerza como para prender si se les azuzaba; así que se quitó el sombrero para abanicar. Viejo ya y desgarbado, de ancha ala, buena marca y originalmente muy vistoso, tenía al frente bien centrado un hueco por donde había pasado una bala. Era su sombrero de la suerte, siempre recordándole que nadie podría tomarlo antes que Dios mismo lo quisiera. El Suertudo de Tresmontes, lo llamaron sus hombres muchos años, más de los que había sido joven. Mirando ese hueco en el tejido roído bufó con recelo. “¿Y a quién se llevan que no quiera?”, pensó. Lanzó el sombrero sobre las brasas y no tardó en consumirse levantando crepitantes lenguas, y soltando luego un humo dulce. Detrás suyo, escuchó lo que esperaba, y no volteó: la puerta se abrió muy lentamente.