“¿Dónde está nuestra esperanza?”, preguntó el orador de Milo al grueso de la asamblea al admirar sus murallas desplomarse sobre la playa y sus pocas naves siendo desaparejadas con una brutalidad que sólo podía engendrar desamparo. Los soldados defensores arrojaban sus armas pidiendo clemencia, y muy pocos eran perdonados. El pueblo isleño había confiado en la benevolencia de los dioses y en la dignidad de los vecinos que no dejarían a su justa resistencia fracasar. Sus enemigos no podían apoyar este ataque en razones porque no había alguna, pero no pretendían hacerlo tampoco. Sus acciones no tenían detrás ningún derecho, no tenían siquiera resentimientos. Para ellos, tales consideraciones eran tan irreverentes como pensar que es por resentimiento que el río desbordado arruina los sembradíos.
“¿Dónde está nuestra salvación?”, volvió a preguntar el orador, esta vez con la condena pendiendo de su tono. Los alaridos de la gente descorazonaron a todo participante de la reunión. Nadie le respondió. Habían esperado que aguantando honorablemente el embiste de la vileza, la fortuna los auxiliaría más pronto que tarde; y ahora por sus calles corría la amargura. Sus enemigos se habían burlado de la ciega seguridad con la que arriesgaban la supervivencia: la esperanza, decían, es sólo el consuelo ilusorio del hombre en peligro. ¿Mas no era aceptar tal peligro lo que hacía de un hombre merecedor de lo que tenía? ¿No era aceptar la rendición temprana lo mismo que admitir que el ejército depredador blandía la verdad al filo de su espada? ¿Y no era una mentira pérfida que suyas fueran las vidas de cualquiera que pudiera tomarlas? Cuando los generales enemigos enviaron a sus heraldos, caminando despreocupados por la plaza, Milo se entregó a las condiciones que pusieron sus conquistadores: no tenían ya medios para defenderse. Por siete siglos, esta tierra admiró sus propias costumbres y escuchó sus propias palabras, pero había llegado el último día.
El orador de Milo, junto con todos los cientos y miles de cautivos varones de su pueblo, fue arrodillado y sin juicio sentenciado a muerte. Las mujeres y los niños fueron llevados a venderse como esclavos. Cuando el verdugo llegó ante él, espada desenfundada y faz indiferente, las palabras del Poeta brotaron en su recuerdo. Había escuchado desde niño que Zeus tiene dos toneles, uno lleno de bendiciones, y otro repleto de desdichas, y que los mezcla para donarlos a cada quién en medida distinta; que hay a quien toca en suerte más de lo noble o más de lo ruin, y que hubo incluso un hombre que aun siendo del más honroso nacimiento fue plagado por su porción con la maldición de tener siempre a su rededor combate y matanza. El melino había escuchado este relato centenares de veces, y era natural pensar que su contristada tierra había sido abandonada por el dios tal como aquél viejo hombre; pero justo antes de caer la espada, todavía con sus propias preguntas frescas en su memoria como el eco de las cámaras en las que nadie se había atrevido a contestarlas, se admiró del sentido del antiguo canto. ¿Quién había recibido en realidad del dios el infortunio del tonel lleno de guerra? Antes había sido muy obvio; pero ese último instante, el orador de Milo no habría podido responder si alguien se lo hubiera preguntado.