Retablo navideño
Primera parte
Nostalgia
Quisiéramos volver, mas no se vuelve
cuando el fulgor de un astro abre el ensueño
de venerar a Dios en un pequeño.
Javier Sicilia
Miraba el atardecer sin emoción. Para él nada era el sol que moría en el horizonte. Nada significaban los colores, ningún misterio le entrañaban las primeras estrellas de la noche. Ni luna o nubes eran para él interesantes, fenómenos. El cielo era una lánguida huella en su memoria como lo es el aire en la espiración pungente. El orden de las constelaciones, los principios que rigen la generación y la corrupción, la entelequia que es el alma, la unidad de las virtudes o los accidentes de la substancia; todo aquello que había aprendido tan bien, que había podido enseñar, que colmó su vida de cabal alegría, toda su filosofía era ahora una luz lejana. “El ser se dice de muchas maneras”, recordaba para sí y asentía. “Los caminos del alma nunca podrás recorrerlos”, citaba y confuso se inclinaba a admitir. “Juró la lengua, pero…” y asustado se alejó de sus pensamientos. Melchor, el sabio de Oriente, sufría su propia soledad. En otro tiempo, Melchor siempre estaba rodeado de jóvenes ansiosos de saber, de preguntas inquietantes sobre los temas que manejaba a la perfección, de celosos disputadores de su conocimiento y adeptos. En otro tiempo, porque eso fue en otro tiempo, Melchor caminaba seguro del sentido de su vida, de que era la mejor vida, de sus amistades y sus proyectos, porque también eran los mejores, de su futuro… Y si no lo estaba, Melchor, el sabio de Oriente, consultaba las estrellas, interpretaba los sueños, indagaba los más recónditos misterios hasta que el futuro tornaba tan diáfano como el presente. Nunca hubiera imaginado que aquel día, tras el más revelador de todos sus sueños, todo quedaría en otro tiempo. Recién se levantó emprendió camino a la búsqueda de sus comparsas: algo enorme estaba por suceder y ellos debían ser los primeros en descubrirlo. Gaspar y Baltasar se convencieron de las visiones de Melchor y emprendieron el viaje: era su oportunidad de educar a un poderoso, era su propio viaje a Siracusa… pero ellos confiaban en volver invitos, no en vano habían estudiado tanto. La primera duda surgió, en cambio, cuando la confusa señal del cielo se orientaba hacia el desierto: nada crece en el desierto y solo el desierto crece. La segunda se hizo evidente cuando se reconocieron en medio de ese pueblo esclavo, tan inferior a ellos, al que todo podían hacer, contra el que todo estaba permitido. Y en la más densa oscuridad de la noche, en el más vil y pobre de los lugares, la tercera lo desmoronó todo: Dios había nacido. Apenas verlo al llegar, pequeño y débil, sumido en el polvo y la pobreza, una a una se dilapidaron las verdades de Melchor. ¿Era ese el hombre poderoso al que acompañaría en el dominio del mundo? ¿Era allí, en medio de lo feo y repugnante, donde aplicaría los tintes de su buen gusto? ¿Acaso el cosmos es el implacable orden que permite algo así? Sus comparsas, enternecidos, miraban a Melchor. Melchor, avergonzado por cebado, les sugirió dejarlo todo y retirarse. No habló en el camino de vuelta. Cada noche pensó en filtrarse bajo las estrellas y regresar a Belén. Cada mañana pensó lo distinta que sería su vida si no tuviese que sostener su imagen de sabio. Y cada que declinaba el sol en el horizonte, la vida de Melchor se teñía de la nostalgia de quien sabe que ha renunciado a lo mejor.
Námaste Heptákis
Coletilla. “El hombre es un ser que resiste tan mal las sospechas como el papel de seda a la lluvia”. Robert Musil