Estos cielos de diciembre que para nosotros son ventosos cubren no sólo a nuestra nación confundida, sino a cientos. Cada una con sinfín de pobladores, cada una con sus innumerables facciones que tiran en direcciones incontables. Cada facción además, y cada persona, con caudales de nociones y convicciones y opiniones, a veces claras y muchas más veces obscurecidas entre contradicciones y apariencias desenfocadas. Y en cada circunstancia en la que se puede actuar, qué tanto poder blande cada uno es inconmensurablemente variable. Entender con suficiencia un solo momento de un tejido tan intrincado podría tomar la vida entera. ¿Podríamos aspirar a aseverar con seguridad que conocemos cada recoveco de nuestros movimientos políticos hasta este día? Muchos lo hacen, incrédulos de la dificultad, convencidos de la claridad de los engranes que causan cada movimiento de esta aparente representación maquinaria. Casi cada uno de los miles de millones se da por sabio político. En donde se puede juzgar la justicia se erige cada quien Rey en su corte con la ley en la punta de su lengua: “Ya verán estos, ya verán aquellos, ya se hará justicia”. Los vertiginosos canales en los que se mueven las ciudades tan copiosamente pobladas caen y viran sin dar noticia a nadie, ¿quién los cuenta, quién los rastrea? Nadie. Y aún así, de cada voz se escucha la misma certeza de que es necesario hacer justicia, es necesario cambiar ya.
¿Y si no pudiéramos cambiar nada? No pregunto izando ninguna bandera. No cabalgo al frente de los tropeles juveniles convencidos de la venida de alguna revolución cuyo único precepto es que como “todo está mal”, el cambio por tanto tendría que ser bueno, fuera en la dirección que fuera. No manifiesto tampoco mi derecho a “hacerme escuchar” sin saber ni qué quiero decir, tomando la justicia con mis manos y asumiendo la injusticia en toda ley. No marcho tampoco entre los defensores de las vías legales, de los vericuetos sistemáticos para promover mejorías, de los confiados del sistema entre batallones burocráticos y legiones administrativas. No apuesto por las instituciones, nuevas, viejas o híbridas. No sabría qué ventajas tiene ser conservador ni cuáles ser liberal, ni si es mejor el dogma o el pensamiento libertino. No pongo mi fe en movimientos partidistas, ni en los antipartidistas. No doy por los medios masivos de comunicación ni tampoco por las redes sociales mi palabra en garantía. Es más, no tengo bandera porque no sabría ni cuántas más contar. ¿Hay alguien vivo que sepa cuántos frentes contempla esta algazara? Tal vez la respuesta está en algún lugar que no he podido distinguir, y los nuevos vientos que nos salvarán a todos están contenidos en algún curso de acción que puede tomarse. Tal vez existe la posibilidad de tomar una buena decisión; pero ¿qué pasaría si no? ¿Y si ninguno pudiera de verdad cambiar ya nada? ¿Qué tan grave sería? Cada uno, por lo menos, se tiene a sí mismo. La mayoría, tiene cerca a los suyos. Tenemos muchísimo que saber de nosotros mismos, mucho que examinar, mucho que poner a prueba. ¿Sería tan malo vivir tratando de mejorar la vida propia en un mundo que no puede cambiarse? ¿Y qué si resultara que éste es no uno, sino el único curso provechoso aquí, en donde no se ven caminos que puedan guiarnos a ese bien del que todos estamos tan convencidos que merecemos?