Cuando llegó la modernidad a las ciudades con el ímpetu de la revolución industrial y la oleada de los inventos tecnológicos, se creyó que la vida poco a poco estaba poniéndose mejor, más de lo que nunca había sido. La comodidad era lo de menos junto a los grandísimos proyectos de crecimiento humanitario. Con la tecnología, en pocas palabras, se prometió que no habría guerra. Pero la comodidad fue la única parte del trato que se pudo cumplir. Aunque los medios variaron, nunca cambió la cuna del deseo humano, nunca mudó su corazón. Si acaso, se ha entibiado por la facilidad y adormecido por el exceso. La guerra, exterior, interior o privada, sigue allí. Hemos vivido viendo los fracasos del esfuerzo por sustituir con erudición lo que no se ganó en virtud. Ahora que se nos acabó la emoción y que volvimos a conocer vez tras vez los horrores de los avances humanos sin justicia, estamos tan acostumbrados a mirar en esa imagen joven del progreso nuestra última esperanza, estamos educados tan a fondo en los anhelos de quienes vivieron esa grande y hermosa ilusión antes de la decepción, que no esperamos recuperar la anterior fortaleza de carácter para vivir bien. Preferimos, más bien, esperar la mágica aparición de una nueva revolución, de un cambio eufórico y veloz que haga que ahora sí funcionen las cosas como queríamos. Nuestros ruegos están sembrados de nostalgia. Andamos como un hombre en un laberinto que ha elegido de entre muchos un camino y que, por más que no ve la salida, se empeña en andarlo por el resto de sus días antes que admitir el extravío. Si de por sí siempre ha sido difícil averiguar cómo vivir bien, ahora, hasta en el modo de la pregunta impera una pesadez como la de la borrachera, con una mezcla de anestesia moral y olvido detrás del cual zumba la inquietud de que algo estuvo mal, pero sin poder decir ya bien a bien qué fue.