En esta misma semana leí dos ideas que, combinadas, me parecieron hacer un aterrador prospecto. La primera es que con la comprensión moderna que tenemos de la política somos incapaces de diagnosticar correctamente cuáles gobiernos son tiránicos. La segunda, que nuestra historia social progresa acercándose cada vez más al estado homogéneo y universal.
Resta corroborar qué tan verdaderas son; sin embargo, algo tienen de alarmante en su sola propuesta. Que seamos incapaces de concebir correctamente la tiranía en nuestros gobiernos no sólo quiere decir que imprevistamente pueden dominarnos, cosa que de por sí parece terrible, sino también que puede atraernos sin que conozcamos las consecuencias plenas de acercarnos a tales regímenes. Es decir, pueden controlar partes de nuestra vida en las que nos pasa desapercibido que estamos sometidos a su fuerza tiránica. Para empezar, la tiranía no reconoce la ley más allá de la que ella misma imponga según su criterio o capricho. En el caso poco probable de un tirano con muy buen juicio, se substituirá la ley por buenas decisiones a las que en cada caso le indicará su prudencia; pero es ingenuo esperar algo así. El menoscabo de la ley puede ocurrir aún teniéndola escrita, pues el constante desapego a una forma de legislar se puede dar por corrupción y por interpretación arbitraria de los códigos. Si el juez tiene el poder de actuar a capricho haciendo de cada nuevo caso una novedosa manera de acatar la ley, o de plano se le pasa por alto cuando “conviene” a quien la debe procurar, ésta es lo mismo escrita en una constitución que inválida y olvidada. Es decir, cuando cada decisión del gobernante es una nueva medida de la justicia, ésta desaparece. La tiranía es injusta por definición. En segundo lugar, la tiranía no se ocupa nunca de procurar el bien común. Los motivos del tirano pueden ser grandísimamente diversos, pero finalmente condicionan su régimen para sostenerse en ejercicios que no pretenden hacer vivir bien a quienes domina.
Si esta forma básica de concebir la tiranía es aceptable, por estas razones podríamos imaginar de dónde brota la miopía ante el surgimiento y mantenimiento de tales regímenes: tendría nuestra ciencia política que haber desdeñado la importancia de la ley en la comunidad, o que haberse desafanado de buscar el bien común, o ambas cosas al mismo tiempo. Por el motivo que sea, es un hecho que las democracias modelo de hoy confían en una felicidad que sólo podría darse con la libertad de que cada quién encuentre su propio modo de vivir de acuerdo a sus propias concepciones de bien. Ni la ley tendría más fundamento que una muy generalizada visión de los requisitos mínimos para garantizar esta búsqueda (los derechos humanos), ni sería posible que ningún estado propusiera un plan completo basado en algún bien que considerara el bien común.
La segunda idea puede desprenderse en cierto grado del bosquejo anterior. El esfuerzo moderno por progresar descansa en la confianza de que es posible, con mayor o menor éxito, consolidar regímenes tolerantes que mantengan sus propias costumbres mientras que estiman las de los foráneos con el mismo valor. Así, la libertad que se pretende no es un bien en sí mismo, sino un estado ideal en el que cada quién podría –tratando a todos los hombres por igual–, elegir qué será su propia felicidad. El bien ya no puede ser común, cada quién elige el suyo. Es evidente por qué este anhelo se inclina por un estado homogéneo (al mismo tiempo que hace de cada vida una separada del resto mucho más que en la comunidad de las viejas ciudades). Mientras más éxito se tenga en esparcir esta convicción, menos será necesario que se mantengan los límites con respecto a otros regímenes. Tarde o temprano, si todo siguiera este curso, todos los modernos vivirían bajo el mismo régimen de las mismas consideraciones: no habría ni costumbres ni tradiciones ni nada que hiciera de los grupos de los hombres algo sectario, nada que pudiera erigirse como comunidad aislada del resto de la humanidad equitativa. Así la que era tolerancia de país con país se convierte en una de hombre con hombre hasta que las fronteras sean las personas mismas.
El peligro de ambas posibilidades debería ya ser obvio, pero me siento obligado a decir un poco de él. Primero, la tiranía puede ser disfrazada de proyecto democrático, y segundo, la homogeneidad universal del estado puede ser el perfecto disfraz. Para quien es perseguido por el tirano, siempre ha habido una posibilidad (aunque sea extremadamente escueta) de alejarse u ocultarse de algún modo. Siempre se ha podido confiar en el contraste que el gobierno autoritario puede hacer con la gente de otras partes que vive vidas muy distintas. Esta distinción ayuda además a estimular el pensamiento sobre la justicia o injusticia de los regímenes. Es benéfica para el pensamiento político. Sin embargo, a una tiranía extendida a toda la humanidad, perfectamente disfrazada del único régimen posible aceptado públicamente, no hay escape. Y si fuera una mentira la felicidad que ofrece la modernidad en este estado libre, sería lo peor haber perdido todas las alternativas para formar de alguna manera aún una verdadera comunidad, pues equivaldría a condenarnos a una vida en la que ninguna felicidad es posible.
Me gusta esto:
Me gusta Cargando...