Su corazón se había acelerado al máximo, pero la atención enfocada en su presa no le permitía percatarse del poderoso palpitar de sus bombeos. Corría. Bufaba. Corría sintiendo en las piernas el cosquilleo que viene después del cansancio, cuando una o más veces se han vuelto a encender en su desbocada carrera sin haberse detenido ni un instante a reposar. En su pistola quedaban pocas balas, pero aún así intentaba atinar los disparos. ¡Si tan sólo los malditos cables de seguridad de la construcción no se atravesaran entre su tiro y el blanco! Así perseguía el teniente Douglas de la policía de Nueva York al multimillonario Friedrich von Schlecht tras haber frustrado su plan de derretir con un generador de microondas los cimientos de todos los bancos del mundo. Saltando entre vigas, evadiendo revolvedoras de cemento a punto de verterse, equilibrándose en andamios y rompiendo ventanas cubriéndose con los brazos de los cortes del vidrio en la cara, este ejemplo de justicia citadina ganaba más y más centímetros con cada segundo. Kelly, la hija del inspector del FBI, gritaba desde la acera para darle ánimos.
Piso tras piso, el oficial había bajado por la construcción sintiendo que el siguiente sería el límite de su aliento; pero de algún modo, siempre podía esforzarse un poco más. Era adrenalina, o quizás miedo, pero con cada chispa que junto a él saltaba de los balazos errados de la metralleta de su enemigo, él sentía un ímpetu irrefrenable. Él mismo era como una bala, pero no fallaría. Por fin en un instante, Douglas pensó que podría estirarse y asir la camisola sectaria del doctor von Schelcht, pero justo cuando lo intentó, con la suerte de un gato el malhechor fue rescatado por un secuaz abajo, en un vehículo militar, que comenzó a acelerar hacia el horizonte llevándoselo y al material nuclear que había hurtado de las bóvedas del ejército. Paralelo al villánico escape, el teniente avistó las vías del tren. No podía ser otra cosa que una señal del Cielo, pensó, pues en cuanto las notó, escuchó el inconfundible motor vaporoso del bólido de hierro acelerando tras de él. El tren alcanzaría al tanque de Schlecht, sin duda. El teniente Douglas saltó sobre uno de los vagones del tren, aprovechando su rampante impulso.
Tres días después, en el funeral público, los miembros de la policía de Nueva York aún no entendían por qué Douglas se había lanzado sobre un tren en movimiento. ¿Quién demonios en su sano juicio haría algo así? Y pudiendo esperar refuerzos o helicópteros o cualquier otra cosa… De cualquier manera, con todo y que era un momento triste para la fuerza justiciera del mundo libre, no les importaba eso más que el hecho de que inevitablemente toda la vida sobre la Tierra se terminaría en 24 horas. Efectivamente, el psicópata doctor Friedrich von Schlecht había tenido éxito.