El nuevo Alcibíades
o del decoro y la maestría
a 40 años de la muerte de Salvador Novo
En el sueño sin agua ni palabras…
¿Acaso todavía puede decirse algo más de un escritor, como Salvador Novo, que habló tan copiosamente de sí mismo? ¿Y puede decirse acaso algo moderado cuando Novo inspira y tira a los extremos, al grado de propiciar lo mismo el severo juicio de Octavio Paz (“no sirvió a creencia o idea alguna, sino a sus pasiones; no escribió con sangre, sino con caca” [In/mediaciones, 1979]), que el entusiasta encomio de Carlos Monsiváis (“Novo es ejemplar en diversos sentidos: es un escritor de primer orden, un poeta finísimo, un sonetista perturbador asociado siempre con la provocación, un gay que le concede un rostro talentosísimo a su predilección” [El mundo soslayado, 1998]), o la nostálgica descripción de José Joaquín Blanco (“la vida más consciente y voluntariamente amarga de nuestras letras” [Crónica de la poesía mexicana, 1983])? ¿Podemos ir más allá de la autocomprensión que Novo nos estimula, y que nos ha enseñado a ver Gabriel Zaid, como sociedad que no comprende los ejemplos [“Poetas ejemplares” en Plural, septiembre de 1974]? Quisiera apurar, empero, unas palabras de Salvador Novo sobre Salvador Novo, que bien haríamos en considerar ejemplares.
En 1935, Salvador Novo publica en Madrid, bajo el sello Espasa-Calpe, Continente vacío (Viaje a Sudamérica). En sus páginas, un discreto Novo describe así su encuentro con Pedro Henríquez Ureña:
«Pedro Henríquez Ureña iba todos los días, a la una, a dar una clase de literatura mexicana a los yanquis de la Escuela de Verano, recién fundada y carente aún de edificio propio. Yo entraba, sin derecho, a esa clase y su palabra lenta y precisa ganó en seguida mi atención. A los pocos días empezó a dirigirme preguntas y luego solíamos abandonar juntos la escuela, porque nuestras casas quedaban muy próximas y el mismo camión nos conducía. Mi acercamiento a él fue totalmente puro y tal como debe satisfacerle a un maestro cuya categoría y a un erudito cuyo renombre ignora el súbito y espontáneo discípulo […] Por las tardes, cuando ya trabajaba yo a su lado, en mi primer empleo, solíamos caminar hasta su casa sin que yo experimentara la mayor fatiga, oyéndolo abrirme posibilidades (“¿Por qué no se hace usted filólogo?”), relatándome trozos selectos de su profesorado en Minnesota, haciéndome preguntas intempestivas, delicadamente sondeando mis lecturas, que guió enseguida […] Pero cuando llegaban, puntuales, Daniel Cosío, Villaseñor, Salomón, que eran entonces sus más asiduos discípulos y que acogieron sin reservas al recién llegado al cenáculo, si su espíritu se complacía en la conversación, el mío languidecía, privado del diálogo exclusivo, y se negaba a fundirse en el grupo. Esto le disgustaba. Pronto conoció mis defectos, los conoció cruelmente, como un cirujano, y trató de combatirlos lanzando a una rueda luchística a quien, en su atinado concepto, estaba del todo spoiled por una familia patológica de la que era indispensable arrancarse a sufrir, a “barrer nieve en Nueva York”, como llegó a prescribir. Mis insuperables resistencias acabaron por distanciarnos del todo y llegué, por ambivalencia, a odiarlo. No lo vi más. En 1923, casado ya, se marchó de México. Pero yo me esforzaba en silencio porque mi letra fuese tan clara y perfecta como la suya y, como él, marcaba los libros con uno, dos, tres puntos al margen del párrafo importante».
El contexto en el que se describe el encuentro es el del reencuentro del discípulo y el maestro en Buenos Aires, diez años después. Novo narra el mundo al que Henríquez Ureña lo introduce a su llegada a Buenos Aires: el recorrido coloquial de la actividad cultural de don Pedro. Por los caminos de Buenos Aires lo mismo hablan de las costumbres urbanas que de las nuevas odiseas de Vasconcelos; de las reuniones en casa de Victoria Ocampo y “la hora del té con leche y las masitas”. Es Pedro Henríquez Ureña quien le informa a Novo que en Buenos Aires la sensación lleva por nombre Federico García Lorca (“Lo admiro mucho, pero no querría ser simplemente un admirador suyo más, y quizás no habrá medio de ser su amigo”, destila Novo), es él quien lo invita al teatro a ver La zapatera prodigiosa y le ofrece presentárselo, es él quien al final de su primera caminata tras el reencuentro llama la atención del mexicano preguntando: «―¿Se fijó usted?― me dice Pedro ―¡Qué curioso! Ese chofer parece un Zubiaurre».
Completamente contrastante, y finalmente poco discreta, es la narración del encuentro de Salvador Novo con Federico García Lorca. Dice Novo:
«Federico estaba en el lecho. Recuerdo su pijama a rayas blancas y negras, y el coro de admiradores que hojeaban los diarios para localizar las crónicas y los retratos, que seleccionaban la fotografía mejor, el ejemplar del Romancero gitano, que le acercaban el vaso de naranjada, que contestaban el teléfono; la voz un poco en falsete de Larco, el pintor-escenógrafo, la voz engreída y andaluza del embajador de España, el admirativo silencio del chico que le habían dado por secretario. Por sobre todos ellos, Federico imponía su voz un tanto ronca, nerviosa, viva, y se ayudaba para explicar de los brazos que agitaba, de los ojos negros que fulguraban o reían. Cuando se levantó, mientras tomaba su baño, se volvía a cada instante a decir algo, porque se había llevado consigo la conversación, me senté en la cama. […] Federico entraba y salía, me miraba de reojo, contaba anécdotas, y poco a poco sentí que hablaba directamente para mí; que todos aquellos ilustres admiradores suyos le embromaban tanto como me cohibían y que yo debía aguardar hasta que se marchasen para que él y yo nos diéramos un verdadero abrazo». Luego, el relato se hace mucho más personal: Novo y Lorca se tutean, el español canta La Adelita y el mexicano evoca su historia… Él se llamaba Angelillo, ella se llamaba Adela, él andaluz y torero, ella de carne morena, él escapó de su casa por seguir vida torera. Y la enfermedad embistió a Novo (“¡Con qué indecible angustia consideré la posibilidad de morir en Buenos Aires!”, deplora para sí) y fue nuevamente su maestro Pedro Henríquez Ureña quien cuidó de él hasta que pudo reemprender el viaje.
En unas pocas páginas, Salvador Novo describe contrastantemente su vida con sus dos amores. Y al pasar la página, nos permite revalorar el inigualable magisterio socrático del dominicano. Sin embargo, para permitirnos notarlo más claramente, Novo tuvo que ser más indecoroso. Leamos el primer encuentro, pero relatado en su autobiografía clandestina La estatua de sal.
«Un mediodía me hallaba parado a la puerta de Leyes cuando llegó, entró, un tipo que obviamente no era estudiante. Moreno, negroide, vestido de negro. Cruzamos una mirada rápida y lo seguí, intrigado, adentro de la escuela. Entró en un salón al que al rato llegaron muchos estudiantes yanquis. Se sentaron. El individuo empezó a dar una clase de literatura mexicana. Hablaba de sor Juana, y mientras lo hacía con voz pastosa y lenta, no dejaba de mirarme, sentado en la última fila. Hizo una pregunta: “¿Qué es una glosa?” Sus alumnos callaban. “Algún estudiante, aunque no sea de la clase ―dijo―; usted…” Contesté, sonrió, terminó la clase. A la salida lo aguardé, intrigado. Conversamos, caminamos. Era Pedro Henríquez Ureña, de cuya sabiduría, existencia, importancia, yo no sabía nada. Sin advertirlo, fui poco a poco envuelto en las redes en que socratizaba a un pequeño grupo de reverentes discípulos: Daniel Cosío Villegas, que era en Leyes profesor de algo; Eduardo Villaseñor, recién llegado de Morelia; los de La Selva ―Salomón el poeta […] Pedro Henríquez Ureña había sido el alma del famoso Ateneo de la Juventud y el maestro satisfecho de Alfonso Reyes […] En largos monólogos, mientras íbamos a pie desde la Universidad hasta su casa, me exploraba, me instruía, me calibraba. Me espeta preguntas desconcertantes: “¿Por qué no se hace usted filólogo?” […] Pedro se marchó a Sudamérica dentro del Arca de Noé intelectual y artística con que Vasconcelos materializaba su fogoso iberoamericanismo […] Con el mucho dinero que los puestos conferidos por Pedro antes de su partida a Sudamérica rendían a mi libertad sin su vigilante tutela, mis aventuras se multiplicaron. Una insaciable sed de carne y una audacia a la vez segura de mi belleza y mi posibilidad de comprar caricias, me arrojaban a la caza del género de muchachos que me electrizaba descubrir, tentar, exprimir: los choferes, que en el México pequeño de entonces eran la joven generación lanzada a manejar las máquinas, a vivir velozmente […] Cuando Pedro regresó de Sudamérica, sus discípulos le tenían muy malos informes de mi persona. Lo advertí en la seriedad desconfiada con que me llamó a su oficina. Con mil rodeos, fue orillándome a una confesión ―que yo ardía en deseos de hacerle. Estaba más nervioso que nunca. Parpadeaban sus ojos negrísimos y pequeños, aclaraba su garganta, movía los dedos de los pies dentro del calzado. Por fin: “¿Lo haría usted conmigo?” y se me acercó, como si esperara un beso. La escena era grotesca: pero yo medía la conveniencia de complacerlo: los empleos que me había dado, el dinero fácil, el trabajo agradable […] “Pues eso está muy mal” ―replicó apartándose, conteniéndose, volviendo a su gran escritorio de cortina». Tras lo cual, don Pedro le recomendó al joven que “barriera nieve en Nueva York” y se distanciaron. Al darse el pleito entre Vasconcelos y Caso, y tras la renuncia de Henríquez Ureña a la Universidad, Salvador Novo se quedó con la clase de literatura mexicana en la Escuela de Verano.
Diez años después, cuando se vuelven a encontrar, el maestro vuelve a poner a prueba a su discípulo y al terminar la primera caminata exclama: «―¿Se fijó usted?― me dice Pedro ―¡Qué curioso! Ese chofer parece un Zubiaurre», pero Salvador Novo deja muy claro que él tenía otros ojos, que sin el cuidado socrático de Henríquez Ureña él no podía entregarse a reconocer zubiaurres en el mundo. El maestro lo sabía y le presentó a Lorca… y cuando Novo enfermó, el maestro nuevamente estuvo ahí. Si Pedro Henríquez Ureña fue el Sócrates del siglo XX, Salvador Novo fue el Alcibíades que irrumpe escandaloso para hacer el confuso elogio del amor como este tímido silencio cerca de ti, sin que lo sepas…
Námaste Heptákis
Coletilla. “Un dato no recibe el nombre de dato, sino de chismorreo, si no entra en alguna de las categorías académicas”. Robert Louis Stevenson