El Lobo del Hombre

Ellos, así como lobos, se lanzaron unos contra otros,
y el hombre al hombre abatía.

–Ilíada, IV, 471-2.

Suele juzgarse de ingenuo, especialmente en un sitio colmado de violencia como éste, otorgarle un valor serio a la palabra. La gente asediada por la pesada vida del caos clama justicia la mayoría de las veces sin ofrecerla ella misma. Se siente agredida, y quiere en su turno cobrar con creces una venganza que apague la rabiante cólera. Defiende lo suyo, pero muchas veces el modo que ofrecen las circunstancias inclina al protector a convertirse en destructor, no sólo de los que lo han asolado en el pasado, sino de los que él piense que son capaces de hacerlo en el futuro. El que así obtiene los medios para someter al agresor se convierte en otro gigante aplastándolo todo en su frenesí. Y es que muchos de los que viven así, constantemente atentados, constantes víctimas de miedo, perdieron ya la confianza en que algo significan los acuerdos. Parece una bobería pensar que quien puede tener más control se conformará con menos por apegarse al convenio, al tratado o a la ley. Si alguien llega a hacerlo, navegando como estamos en las aguas del poder conquistado, se le forma debajo un remolino que lo sumerge y ahoga sin esperanza. Por eso parece ingenuo a estos ojos rojos de ira creer en la palabra, porque ya en el reclamo por justicia no se confía en que de hecho exista tal cosa como la justicia, sino en una “más realista” manifestación: la posibilidad de complacerse en la desventura del malhechor. Con más maña, quizá hasta en el hecho de hacer lo que uno desee sin que algo más lo impida, aunque ése ya es anhelo de los más ambiciosos. La carrera empieza entonces: sin justicia, no hay respaldo para el que tiene control de las circunstancias más allá de la fuerza que puede amasar y desplegar. Parece casi la descripción de un fenómeno natural. Tan lógico como que el terremoto más intenso más destruye, así también querrá más poder quien pueda acceder a él, y podrá más el que tenga más fuerza con qué dominar a los que son inferiores. Quien no confía en la palabra asume que el que puede hacer daño lo hará sin ninguna otra opción.

Con un panorama tan negro no parece haber motivos para confiar en lo que muchos pensadores antes pusieron sus votos, que algún día terminaría esta espiral de violencia y que los hombres superarían la ignorancia, se volverían ilustrados, contrincantes feroces de la violencia irracional antes que de sus iguales. Sin embargo, el otro polo parece también un engaño si uno atiende un momento. No es nuestra experiencia vivir sin más opciones ni decisión. Ni un extremo ni otro son verdaderos recuentos de cómo es el hombre. La desesperación pesa mucho y la indignación inclina impetuosamente a devolver el golpe. Sin embargo, sigue siendo cierto que nadie quiere vivir en ese mundo en el que el hombre es el lobo del hombre, pues si no, no habría ni indignación ni sentimiento de que hay quien merece una vida buena y apacible. Si en verdad fuéramos tan sólo fenómenos naturales destructivos de la humanidad y voraces contra enemigos, amigos, familia y hasta con nosotros mismos, sólo veríamos suceder la ruina sin decidir hacer nada ni para apoyarla ni para impedirla. No habría qué elegir, no habría qué juzgar. Pero todos queremos vivir mejor de lo que vivimos. Una cosa es que no pese casi ni un ápice nuestra acción en el mundo político enorme y convulso de violencia; pero otra muy distinta es decir que nunca hubo nada qué pesar, como si el hombre estuviera arrojado en esta rabia sin ninguna voz. Cada quién sigue teniendo su propia capacidad de elección. Y es una de gran consecuencia para cada quién aceptar vivir como si no hubiera más verdad que la barbarie sin ley, o confiar aún en que es posible hallar algún valor serio en la palabra. No hay que tomarla a la ligera, porque no es cuestión de gustos: no pueden ser ambas verdaderas. En la primera no hay una buena razón para desear la paz, en la segunda, no la hay para hacer la guerra.